miércoles, 1 de diciembre de 2010
La Costa, territorio del bandido “revolucionario”
Pedro Zamora, el más famoso de los salteadores de la región, sucesivamente carrancista y villista,, mantiene una huella siniestra. Los viejos pueblos mineros y las haciendas montañesas no se han recuperado de la violencia gratuita de las huestes zamoristas. En la foto, el antiguo poblado de Cuale, en Talpa
Guadalajara. Agustín del Castillo. PÚBLICO-MILENIO. Edición del 21 de noviembre de 2010
El automovilista que hoy cubre en dos horas un viaje de Guadalajara a Autlán, y en una hora más alcanza Melaque, en el litoral del Pacífico, poca idea tiene de los enormes esfuerzos que debían cubrir los habitantes de la región hace un siglo, en los albores de la Revolución, para mantener sus ligas con la lejana metrópoli.
Todavía en los años 50 del siglo XX, doña Basilisa Díaz Barrosa, habitante de La Cruz de Loreto, en Tomatlán, con su padre muy enfermo en la capital del estado, fue enterada demasiado tarde del deceso, vía correo postal. “Mi papá murió un 28 de julio y al mes fue que recibimos la carta de que se había muerto...”.
Nació en 1936, quince años del final de las correrías del más tristemente célebre bandido “revolucionario” de los que asolaron la región: Pedro Zamora, uno de los principales responsables de la quiebra de los negocios mineros que se sostenían con capital extranjero desde el siglo XIX en estas desoladas heredades de la Sierra Madre del Sur, así como en general, el desastre de haciendas, ranchos y reputaciones. Sus hazañas de saqueos, homicidios, secuestros y violaciones fueron cometidas bajo todas las banderas: la del naciente maderismo, luego el carrancismo vindicador y finalmente el declinante villismo, bajo cuyo cobijo se amnistió en 1921.
Nativo de Palmar de los Pelayo, municipio de Ejutla (1890), su biógrafo más célebre es el escritor sinaloense Ramón Rubín, afincado en Guadalajara, quien le dedicó un libro publicado por Hexágono en 1983, donde los titulares no dejan lugar a dudas sobre lo que encontró: La Revolución sin mística. Pedro Zamora, historia de un violador.
De hecho, el literato deja claro que no se le puede considerar un revolucionario dado que no tenía ninguna pretensión de cambio social: fue un oportunista que vio en el movimiento armado la posibilidad de ejercer un poder con casi total impunidad, pues jamás fue apresado debido a su conocimiento del terreno, en tiempos que sólo por veredas y a bestia se cubría la vasta geografía.
“Si la Revolución hubiera sido tal y como sus huestes la interpretaron, valdría más olvidarla […] Zamora fue la versión jalisciense de Inés Chávez García. Y como aquel caudillo michoacano, dejó sólo una estela de dolor y de vergüenza en nuestras luchas emancipadoras […] no hubo en sus filas, como sí sucedió en el caso de Zapata, Villa y otros guerrilleros ignaros de su tiempo, ni un solo militante que aportara a su movimiento la idea de una meta social justificadora”.
A Rubín le sorprende la enorme popularidad del insurrecto, que se llenó de seguidores. Sugiere que sus actos nihilistas respondieron simplemente al rompimiento con una sociedad prejuiciosa y plagada de prohibiciones. Y por ello, la muerte o la cárcel eran paga justa tras cometer todos los excesos. Bajo este simple método, se cometieron tropelías bárbaras en Autlán, Tonaya, Unión de Tula, Villa Purificación, Cuautitlán, Ayotitlán, Mascota Talpa y Cuale. El guerrillero se amnistió dos veces, y la última, en que se le conminó a integrarse a la colonia de villistas retirados en Durango, pidió permiso a su general para ir a la Ciudad de México tras una de las muchas mujeres que raptó. No sé sabe cómo, pero desde entonces desapareció.
¿Cuál es su herencia? El caso de Bramador, en Talpa, la ilustra hoy. El 13 de agosto de 1920, Zamora secuestró a los propietarios ingleses de esta mina. Cuando Juan José Peña Jiménez nació, doce años después, la pobreza y el abandono eran la realidad del pueblo devenido en aldea. “Faltaba todo, ese es el primer recuerdo que tengo; había la necesidad más grande y había hambre”, narra el anciano.
Luego de un decenio comenzaron a marcharse familias enteras. Así, de contar con tres o cuatro mil moradores en los finales del siglo XIX, servicio telefónico, acuñación de moneda y el periódico Ecos de la montaña, hoy hay menos de dos centenares de personas. Así se sumió este mundo en el olvido.
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