domingo, 25 de septiembre de 2011

En el corazón de las tinieblas


Calakmul, uno de los grandes descubrimientos del siglo XX, estuvo ausente de la historiografía maya hasta 1980. La selva de los Kaan fue de los últimos territorios colonizados en México.

Calakmul, Campeche. Agustín del Castillo, enviado. MILENIO-JALISCO. Edición del 22 de septiembre de 2011. Este proyecto de investigación fue ganador de una beca de Fundación AVINA en la emisión 2008-2009. FOTOGRAFÍAS: MARCO A. VARGAS

La niebla del misterio ha cubierto por siglos estas selvas aún inmensas, hogar de mitos y consejas inmemoriales, de animales fantásticos y fieras, de criminales y fantasmas.

Estos vapores de encantamiento son hoy progresivamente dispersados con la claridad rutinaria de la luz eléctrica o la pestilencia de las lámparas de petróleo; el rumor ensordecedor e incansable de las motoconformadoras y las palas mecánicas; la dureza del chapopote y la violencia de los rifles. La bruma ya fue profanada.

Apenas en 1940 comenzó la colonización verdadera de Calakmul, tras el descubrimiento espectacular por el estadounidense Cyrus Longworth Lundell de la gran ciudad maya, el 30 de diciembre de 1931, guiado por Jesús García, capataz de chicleros (ver Proyecto Calakmul, de William J. Folan).

El nombre parece un capricho, pero lo eligió el propio Longworth, al reparar en dos pirámides que sobresalían. Ca significa dos en maya; Lak, adyacente, y Mul, montículo artificial o pirámide: “Ciudad de las dos pirámides adyacentes”.

La primera expedición formal es de abril de 1932, financiada por el Carnegie Institute de Washington, bajo la batuta de Sylvanus G. Morley. Pero la historiografía maya no tomaría en cuenta el papel protagónico de Calakmul sino en los años 80 del siglo XX, cuando empresas arqueológicas mexicanas (capitaneadas por el propio Folan) regresaron al sitio abandonado mientras los laboriosos colonos ya tocaban a la puerta con la tala excesiva de maderas preciosas, la persistencia de la extracción de la resina del chicozapote y las expediciones de cazadores de jaguares, monos y águilas harpías.

Ahora se sabe que Calakmul fue cabeza de un imperio llamado Kaan o de la serpiente, que estuvo en guerra con la guatemalteca Tikal, y que ese conflicto es la clave de la debacle de esta cultura en el siglo VIII de la era cristiana. Se debió reescribir la historia precolombina.

Al mismo tiempo, se acentuó la lucha por la conservación del patrimonio biológico, pues la colonización intensiva había llevado a cientos de solicitantes de tierras a penetrar la floresta y destruirla con usos y costumbres ajenos a la fragilidad del trópico.

“Al tigre (jaguar) se lo echaban porque decían que comía gente; muchos lo mataban, le quitaban los colmillos y la piel y la guardaban. Recuerdo que mi papá tenía bastantes pieles de venado, las trataba con sal y quedaban tiesas; otro señor trataba pieles de lagarto, pero había un tráfico con las del tigre y otros felinos”, señala Santiago Pérez Oy, de Zoh Laguna.

Los colonos enfrentaron otro factor que era secreto del aislamiento centenario: los huracanes. “Ha sido una constante desde la época prehispánica, con las implicaciones de interrupción de los ciclos de sucesión ecológica y de la estabilidad de los asentamientos humanos [...] entre 1871 y 1990 cerca [sic] de catorce tormentas ciclónicas mayores han afectado el área con intervalos aproximados de 8.5 años” (Programa de manejo de Calakmul, 1999).

La presencia de una política formal de protección por parte del gobierno federal, a través de la reserva de la biosfera federal, y del estado de Campeche, que ampara las selvas de Balamkú y Balamkim, abonan hoy en una difícil y precaria coexistencia.



Esto permite aún avistar fenómenos extraordinarios como la migración diaria de los murciélagos del “volcán” de Balamkú: los viajeros llegan al anochecer de un día primaveral, cuando comienzan a revolotear los pequeños mamíferos en la parte baja de una cueva. En un momento cae la oscuridad, y comienza lento un remolino.

Cientos, luego miles, luego decenas de miles de quirópteros, cada vez más rápido, danzan en círculos y se elevan unos 25 metros, arriba del dosel de la selva. Entonces salen como erupción en busca de alimento, pero no todos regresarán: en los primeros instantes, un búho salta de una rama y pesca implacable su presa.

El torrente se intensifica y oscurece parcialmente el cielo estrellado. Miguel, el guía, calcula que dos millones de seres alados se dispersarán sobre miles de hectáreas de la selva maya antes de regresar, al alba. Lo que no sabe es si esta explosión de vida y muerte ha de sobrevivir a los tiempos de los hombres.

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