En la delegación de San Francisco de la Paz, con restos olmecas. Abajo, uno de los recurrentes incendios forestales
Niños en Santa María Chimalapas. Abajo, un aspecto general del zócalo y la pirámide de San Francisco de la Paz. Más abajo, un gavilán posado en la selva
Siguen tensiones territoriales en al menos 55 mil hectáreas de la región; los indígenas chimalapas y sus aliados han enfrentado por décadas a ejidos igualmente indígenas o mestizos y a “nacionaleros”, carne de cañón de caciques ganaderos y madereros, en una lucha marcada por el desinterés de Oaxaca y el activismo político chiapaneco, que fabricó un “conflicto de límites” para justificar las invasiones de la heredad zoque. Las fotos ilustran
Santa María Chimalapas, Oaxaca. Agustín del Castillo, enviado. PÚBLICO-MILENIO. Este proyecto de investigación fue ganador de una beca de Fundación AVINA en la emisión 2008-2009. FOTOGRAFÍAS: MARCO A. VARGAS
En el ejido Rafael Cal y Mayor, “no permiten hacer las mediciones; hay allí personas de mucho billete y saben que no les conviene porque están en tierras comunales de Santa María […] hace poco nos quitaron la sirena de una camioneta del municipio y nos agredieron”, señala preocupado Vicente Pérez Jiménez, presidente del consejo de vigilancia de la comunidad zoque. En Guadalupe Victoria, a comienzos de este año, a los comuneros y a los representantes de la Procuraduría Agraria les fue peor: los corrieron a balazos.
Es la zona oriente de la comunidad de Santa María Chimalapas. “Se meten muchos ganaderos, muchos narcotraficantes […] el gobierno de Chiapas en ningún momento ha dado la anuencia para que podamos ir y medir, y determinar bien las superficies invadidas, lo que es necesario para resolver este problema, que es viejo… el deterioro de la selva es tremendo”.
De ese nivel de gravedad considera Pérez Jiménez el conflicto crónico con ejidos chiapanecos que ocuparon bienes de Chimalapas con el respaldo político de la entidad federativa vecina, estrategia jurídica que dio sustento al saqueo maderero, a la extracción de fauna y a la ganaderización del último medio siglo, que hoy tienen en vilo la riqueza biológica de la última gran selva húmeda de América del Norte.
“Tenemos problemas con todas nuestras colindancias, sea con Chiapas o sea con Veracruz, pero lo más serio es en la zona oriente, donde nos encimaron resoluciones de ejidos sobre las tierras que se reconocieron a la comunidad […] Desgraciadamente, el gobierno de Oaxaca se ha preocupado poco por nosotros y en esos ejidos se mandan solos: no hay gobierno que entre, salvo los chiapanecos”, subraya.
No es poca cosa la tierra en disputa, aunque hace 20 años superaba 170 mil hectáreas, casi 25 por ciento de la superficie comunal reconocida a San Miguel y Santa María. Hoy, ambos núcleos agrarios registran, respectivamente, 20 mil y 35 mil ha invadidas. Lo que lleva a cerca de 10 por ciento de sus tierras tituladas en 1967 por el presidente Gustavo Díaz Ordaz.
Esto significa que se ha logrado avanzar más de 60 por ciento en las restituciones, con una estrategia que mezcla derecho con hechos: los zoques son dueños de sus tierras desde 1687, en que adquirieron el derecho de la monarquía española por 25 mil pesos-oro, bien que les refrendó el presidente Joaquín Herrera en 1850 y les validó el gobierno posrevolucionario 117 años después.
Pero, acosados por la realidad, enfrentaron el poder de los caciques madereros estimulando la rebelión de sus peones, la expulsión de las compañías en 1977 y la integración de los trabajadores como comuneros, fundando congregaciones cuya obligación ha sido defender los linderos de la aún vasta heredad indígena.
“Lo que se compró a la corona fueron 360 leguas cuadradas, eso es aproximadamente un millón 200 mil hectáreas; entonces, apenas se nos titula la mitad y, por si fuera poco, se divide entre dos comunidades, cuando era originalmente una sola y, además, con muchos invasores”, advierte don Cirilo Hernández Zárate, un viejo comunero que fue testigo del proceso de restitución, que siempre ha juzgado viciado.
La queja contra el gobierno de Oaxaca remite a un histórico abandono: esta lucha les ha costado a los zoques y a sus aliados vidas, privaciones de la libertad, violaciones de sus mujeres y destrucción de sus bienes, de forma cíclica, por más que intervenga el gobierno federal, se restituyan fracciones territoriales con costo a la nación y se firmen bases para una paz que ha resultado precaria.
El presidente comunal de San Miguel, Alberto Cruz Gutiérrez, así lo refleja: “Todos somos de un mismo país; les pido que nos sentemos a dialogar y que veamos lo que nos corresponde a cada cual […] no queremos caer en el enfrentamiento, en la violencia; yo he hablado con la zona oriente, ellos quieren una movilización, y yo no me puedo prestar a eso porque creo que no es el momento. Para empezar necesitamos organizarnos, tener recursos económicos, investigar, documentar, verificar las acciones legales […] el tema no les interesa en Oaxaca, aunque recursos de los oaxaqueños están siendo saqueados por los chiapanecos, nos venden muebles de Cintalapa hechos con nuestra madera […] no se vale que Oaxaca deje morir a su gente…”.
La prioridad que cada entidad da al tema se evidencia en los personajes que han intervenido en el largo conflicto. Mientras los gobernadores oaxaqueños ignoraban su rincón oriental, los comuneros se enfrentaban a policías, judiciales y ganaderos armados por los del gobierno vecino. El extremo llegó cuando lograron capturar a Ernesto Castellanos, hermano del entonces gobernador chiapaneco Absalón, de triste memoria entre los indígenas de su propio estado, en la finca que éste poseía, a fines de noviembre de 1985, y lo retuvieron hasta que Chiapas aceptó bajar la presión y negociar. Temporalmente.
Uso no intensivo o tierra ociosa
Mucho se ha estudiado la enredada temática de la tenencia de la tierra en Los Chimalapas, una de las causas de los graves daños ambientales que padece la región. Tan sólo en el tema de los incendios forestales de 1998, los peores que se hayan registrado en la selva, con un tercio de los territorios zoques pasados por la lumbre (ver recuadro), resulta inevitable asociar al problema climático y al del modelo productivo ganadero las discordias entre ejidos y comunidades como parte de las causas del desastre.
El año del siniestro, se tenían identificados 53 conflictos, 34 relativos a las dos comunidades zoques. Ahora permanecen 23 poblados dentro de la zona titulada a ambos núcleos indígenas (ver Público, 18 de julio de 2010), con disputas de baja a mediana intensidad que involucran actos del gobierno chiapaneco para legitimar su presencia en la zona, con obras y servicios públicos (cualquier parecido con las acciones del gobierno de Colima en la zona nahua de Manantlán, en Jalisco… no es mera coincidencia).
Al igual que en otras áreas del país, este conflicto lo hicieron brotar los madereros, que obtuvieron concesiones fabulosas del oriente de Los Chimalapas con la mediación del gobierno chiapaneco, que ubicó dicho espacio como su territorio y lo consideró “tierras nacionales” porque estaban supuestamente abandonadas.
Uno de los problemas de la tenencia comunal es que su uso de la tierra no es intensivo y deja reposar como reserva buena parte de la selva, sin actos de posesión visible, “debilidad” que aprovecharon, primero, los latifundistas; luego los “nacionaleros” y ejidos empujados por los madereros para legitimar su posesión sobre terrenos “sin dueño”, señala Miguel Ángel García en La historia Chimalapa, documento elaborado para la asociación civil Maderas del Pueblo del Sureste.
La compañía de Reginaldo Sánchez Monroy, denominada Maderas del Sureste, comenzó operaciones en 1952 y “llegó a controlar 150 mil ha, equivalentes a 25 por ciento del territorio comunal”, explica Carlos Uriel del Carpio Penagos en su artículo La colonización de la frontera Chimalapa, publicado en la revista Espiral.
“Los Sánchez Monroy se ostentaban como propietarios de todo el territorio desde la Ciénega hasta más allá de Díaz Ordaz. Todos los trabajadores del aserradero estaban inscritos como posesionarios de terrenos nacionales porque les hicieron firmar papeles, pero ellos nunca supieron dónde estaban los terrenos ya que los papeles los manejaba Sánchez Monroy”, le dijo al investigador un comunero de la congregación López Portillo.
De forma paralela, comenzaron a surgir ejidos. Antes de 1967, año del reconocimiento de las comunidades, existían ya Constitución, Rodulfo (sic) Figueroa, Ramón E. Balboa, Benito Juárez I, Las Merceditas, Gustavo Díaz Ordaz —este último, ante la fuerte oposición de los chimas, fue entregado con presencia del Ejército mexicano—, Benito Juárez II, Ignacio Zaragoza y Rafael Cal y Mayor. Después del reconocimiento de los bienes comunales —y sin atender la evidente sobreposición de planos— vinieron ejidos de indígenas tzotziles expulsados de Los Altos de Chiapas: Luis Echeverría, Flor de Chiapas, Guadalupe Victoria, La Lucha y Pilar Espinoza de León.
“El emporio de Sánchez Monroy llegó a su fin en 1977. Este año los trabajadores iniciaron una huelga porque el empresario les negó el permiso de hacer milpas, aprovechando el inmenso territorio que se presentaba ante ellos. Los comuneros aprovecharon esa coyuntura para incitarlos a derrocar al empresario, con la promesa de que podían quedarse a vivir y trabajar en las tierras recuperadas”, agrega el académico. Se paralizaron actividades, secuestraron maquinaria y quemaron instalaciones. Así surgen las congregaciones, con antiguos taladores: Chocomanatlán, Benito Juárez, Río Frío y Nuevo San Juan. Era la respuesta comunal para recuperar sus viejos dominios.
Chiapas preparó su contraofensiva. Con el gobernador Absalón Castellanos, general retirado, estableció la Corporación de Fomento de Chiapas y se lanzó a aprovechar los bosques dejados por Sánchez Monroy, mientras dotaba de amplias tierras a pequeños propietarios cercanos a su gobierno. “Quería correr a toda la gente que había aquí, mandaba al Ejército, a la policía judicial […] una vez la policía judicial echó corriendo a toda la gente de Chocomatlán, a balazos”, recuerda un lugareño. Fue cuando retuvieron de rehén a Ernesto Castellanos.
Así, cuando las cosas aparentaban bajar de color, el gobierno federal emitió, en 1987, una declaratoria de terrenos nacionales en San Isidro, de 42 mil hectáreas, con base en lo cual, el gobierno chiapaneco formó la colonia agrícola San Isidro, bajo el régimen de pequeña propiedad. Como respuesta, el Pacto de Grupos Ecologistas creó en 1989 Maderas del Pueblo del Sureste AC; en 1991 surgió el Comité Nacional para Defensa de los Chimalapas, y en 1993 se firmó una distensión. Los violentos ocupantes de San Isidro-La Gringa dejaron la zona en 1994.
Diecisiete años después, los acuerdos para legalizar posesiones bajo el reconocimiento de los bienes comunales no se terminan de cumplir: hoy, las mediciones de los ejidos aún suelen terminar a balazos.
San Francisco de la Paz
“Comenzaron a talar y a destruir la selva, lo que había, con el fin de poner los potreros con una extensión grande; eran como 50 personas y tenían de cien a 300 hectáreas de terreno cada uno […] hoy ya está prohibido destruir el monte, ya es otra vez de nosotros”, señala el comunero Constantino García Toribio, quien descansa en una hamaca, una calurosa tarde de junio.
Recuerda la larga lucha de esta congregación de Santa María, con fuerzas desproporcionadamente mayores de ganaderos y agricultores —muchos de ellos, políticos— armados por los parvifundistas de San Isidro-La Gringa. Este segundo nombre le viene porque corre la historia de que una estadunidense se ahogó en un arroyo de la zona. Son tierras siempre verdes donde los primeros humanos llegaron, tal vez, hace más de cinco mil años.
San Francisco de La Paz se ubica en un remanso entre vastas llanuras destruidas por la acción humana reciente y cerros cargados de vegetación lujuriante. En el poblado hay un amplio zócalo de tierra con un promontorio extraño: se trata de los restos de un centro ceremonial de los mokaza, los ancestros de los zoques, con supuesta influencia de los olmecas de la parte norte del istmo. La duda se disipa en la pequeña casa de la delegación municipal, donde hay restos de cabezas colosales muy semejantes a las de la cultura del Golfo. Nadie cuida, pero tampoco vienen muchos forasteros. La tranquilidad se ha reconquistado tras décadas de violencia.
“Desde 1960 tenemos la orden de fundar esta congregación para proteger los bienes comunales […] los fundadores son en su mayor parte personas que vinieron de Chiapas, pero sabían bien que el territorio era de Santa María Chimalapas, que hubo que defender de los invasores que venían de Cintalapa; los líderes de ellos eran Elías Velasco Robles y David Vega, otro de apellido Montero, la familia Zavala, Miguel Carballo y varios más…”.
—¿Ellos tenían el apoyo del gobierno de Chiapas?
—Sí, hasta tenían a la policía preventiva que los resguardaba; nosotros estuvimos metiendo demandas, denuncias a cada rato, y no nos hicieron caso […] en 1982 los de La Gringa se metieron a esta población, quemaron casas, violaron mujeres, y en 1987 lo repitieron […] entraban con armas de alto poder, de nueve milímetros, escopetas. Al mero líder de nosotros, Víctor Escobedo Solís, lo balacearon en la cadera, pero no murió enseguida: duró cuatro años más, pero ya anduvo en silla de ruedas.
El acoso era constante. “Cada que hacíamos un trabajo en las milpitas, venían y destruían todo […] ellos se metieron de nuevo en 1989, cuando le gente se preparaba para Todos los Santos; esa vez por fin vino el Ministerio Público a ver con sus propios ojos, porque entre 1982 y 1987 no nos creían: que eran puras mentiras, según ellos […] vieron las casas con los cristales rotos y a dos señoras violadas, y una estaba en estado de embarazo; nos hicieron caso ya que nos vieron toda la humillación que estábamos sufriendo por aquellos. Pero allí no paró la cosa: a un amigo, Elías Ignacio, lo secuestraron en 1991; el 29 de mayo de 1992 secuestraron a Pablo Escobedo, hijo menor del difunto don Víctor, que hasta hoy no aparece […]”.
A Elías lo soltaron en Arriaga, Chiapas, como a los siete días, y llegó por sus medios a Matías Romero, sin embargo, “nomás vivió tres años, por los golpes que recibió; enflacó [sic] mucho y se murió también […] en 1990 también secuestraron a un muchacho que vivía aquí atrás, ahorita ya tiene como 40 años, se llama Emiliano Margarito: lo arrastraron por los espinos, lo hicieron sentarse en un nido de hormigas, lo arrastraron por el río para llevarlo por su pueblo, y no lo pudimos recuperar porque también nos venían siguiendo a nosotros con armas, y la gente corrió por otro lado para esconderse…”.
Debieron darse manifestaciones en la Ciudad de México para que el gobierno mexicano, preocupado además por los efectos del levantamiento armado en Chiapas, interviniera y pusiera un alto a los abusos. En 1994 se fueron los verdugos de San Francisco. Hoy se respira una precaria paz en estas tierras devastadas: la presión por las “tierras ociosas” de los zoques amenaza con rebrotar, como un fuego mal extinguido.
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Santa María Chimalapas, Oaxaca. Agustín del Castillo, enviado. PÚBLICO-MILENIO. Este proyecto de investigación fue ganador de una beca de Fundación AVINA en la emisión 2008-2009. FOTOGRAFÍAS: MARCO A. VARGAS
En el ejido Rafael Cal y Mayor, “no permiten hacer las mediciones; hay allí personas de mucho billete y saben que no les conviene porque están en tierras comunales de Santa María […] hace poco nos quitaron la sirena de una camioneta del municipio y nos agredieron”, señala preocupado Vicente Pérez Jiménez, presidente del consejo de vigilancia de la comunidad zoque. En Guadalupe Victoria, a comienzos de este año, a los comuneros y a los representantes de la Procuraduría Agraria les fue peor: los corrieron a balazos.
Es la zona oriente de la comunidad de Santa María Chimalapas. “Se meten muchos ganaderos, muchos narcotraficantes […] el gobierno de Chiapas en ningún momento ha dado la anuencia para que podamos ir y medir, y determinar bien las superficies invadidas, lo que es necesario para resolver este problema, que es viejo… el deterioro de la selva es tremendo”.
De ese nivel de gravedad considera Pérez Jiménez el conflicto crónico con ejidos chiapanecos que ocuparon bienes de Chimalapas con el respaldo político de la entidad federativa vecina, estrategia jurídica que dio sustento al saqueo maderero, a la extracción de fauna y a la ganaderización del último medio siglo, que hoy tienen en vilo la riqueza biológica de la última gran selva húmeda de América del Norte.
“Tenemos problemas con todas nuestras colindancias, sea con Chiapas o sea con Veracruz, pero lo más serio es en la zona oriente, donde nos encimaron resoluciones de ejidos sobre las tierras que se reconocieron a la comunidad […] Desgraciadamente, el gobierno de Oaxaca se ha preocupado poco por nosotros y en esos ejidos se mandan solos: no hay gobierno que entre, salvo los chiapanecos”, subraya.
No es poca cosa la tierra en disputa, aunque hace 20 años superaba 170 mil hectáreas, casi 25 por ciento de la superficie comunal reconocida a San Miguel y Santa María. Hoy, ambos núcleos agrarios registran, respectivamente, 20 mil y 35 mil ha invadidas. Lo que lleva a cerca de 10 por ciento de sus tierras tituladas en 1967 por el presidente Gustavo Díaz Ordaz.
Esto significa que se ha logrado avanzar más de 60 por ciento en las restituciones, con una estrategia que mezcla derecho con hechos: los zoques son dueños de sus tierras desde 1687, en que adquirieron el derecho de la monarquía española por 25 mil pesos-oro, bien que les refrendó el presidente Joaquín Herrera en 1850 y les validó el gobierno posrevolucionario 117 años después.
Pero, acosados por la realidad, enfrentaron el poder de los caciques madereros estimulando la rebelión de sus peones, la expulsión de las compañías en 1977 y la integración de los trabajadores como comuneros, fundando congregaciones cuya obligación ha sido defender los linderos de la aún vasta heredad indígena.
“Lo que se compró a la corona fueron 360 leguas cuadradas, eso es aproximadamente un millón 200 mil hectáreas; entonces, apenas se nos titula la mitad y, por si fuera poco, se divide entre dos comunidades, cuando era originalmente una sola y, además, con muchos invasores”, advierte don Cirilo Hernández Zárate, un viejo comunero que fue testigo del proceso de restitución, que siempre ha juzgado viciado.
La queja contra el gobierno de Oaxaca remite a un histórico abandono: esta lucha les ha costado a los zoques y a sus aliados vidas, privaciones de la libertad, violaciones de sus mujeres y destrucción de sus bienes, de forma cíclica, por más que intervenga el gobierno federal, se restituyan fracciones territoriales con costo a la nación y se firmen bases para una paz que ha resultado precaria.
El presidente comunal de San Miguel, Alberto Cruz Gutiérrez, así lo refleja: “Todos somos de un mismo país; les pido que nos sentemos a dialogar y que veamos lo que nos corresponde a cada cual […] no queremos caer en el enfrentamiento, en la violencia; yo he hablado con la zona oriente, ellos quieren una movilización, y yo no me puedo prestar a eso porque creo que no es el momento. Para empezar necesitamos organizarnos, tener recursos económicos, investigar, documentar, verificar las acciones legales […] el tema no les interesa en Oaxaca, aunque recursos de los oaxaqueños están siendo saqueados por los chiapanecos, nos venden muebles de Cintalapa hechos con nuestra madera […] no se vale que Oaxaca deje morir a su gente…”.
La prioridad que cada entidad da al tema se evidencia en los personajes que han intervenido en el largo conflicto. Mientras los gobernadores oaxaqueños ignoraban su rincón oriental, los comuneros se enfrentaban a policías, judiciales y ganaderos armados por los del gobierno vecino. El extremo llegó cuando lograron capturar a Ernesto Castellanos, hermano del entonces gobernador chiapaneco Absalón, de triste memoria entre los indígenas de su propio estado, en la finca que éste poseía, a fines de noviembre de 1985, y lo retuvieron hasta que Chiapas aceptó bajar la presión y negociar. Temporalmente.
Uso no intensivo o tierra ociosa
Mucho se ha estudiado la enredada temática de la tenencia de la tierra en Los Chimalapas, una de las causas de los graves daños ambientales que padece la región. Tan sólo en el tema de los incendios forestales de 1998, los peores que se hayan registrado en la selva, con un tercio de los territorios zoques pasados por la lumbre (ver recuadro), resulta inevitable asociar al problema climático y al del modelo productivo ganadero las discordias entre ejidos y comunidades como parte de las causas del desastre.
El año del siniestro, se tenían identificados 53 conflictos, 34 relativos a las dos comunidades zoques. Ahora permanecen 23 poblados dentro de la zona titulada a ambos núcleos indígenas (ver Público, 18 de julio de 2010), con disputas de baja a mediana intensidad que involucran actos del gobierno chiapaneco para legitimar su presencia en la zona, con obras y servicios públicos (cualquier parecido con las acciones del gobierno de Colima en la zona nahua de Manantlán, en Jalisco… no es mera coincidencia).
Al igual que en otras áreas del país, este conflicto lo hicieron brotar los madereros, que obtuvieron concesiones fabulosas del oriente de Los Chimalapas con la mediación del gobierno chiapaneco, que ubicó dicho espacio como su territorio y lo consideró “tierras nacionales” porque estaban supuestamente abandonadas.
Uno de los problemas de la tenencia comunal es que su uso de la tierra no es intensivo y deja reposar como reserva buena parte de la selva, sin actos de posesión visible, “debilidad” que aprovecharon, primero, los latifundistas; luego los “nacionaleros” y ejidos empujados por los madereros para legitimar su posesión sobre terrenos “sin dueño”, señala Miguel Ángel García en La historia Chimalapa, documento elaborado para la asociación civil Maderas del Pueblo del Sureste.
La compañía de Reginaldo Sánchez Monroy, denominada Maderas del Sureste, comenzó operaciones en 1952 y “llegó a controlar 150 mil ha, equivalentes a 25 por ciento del territorio comunal”, explica Carlos Uriel del Carpio Penagos en su artículo La colonización de la frontera Chimalapa, publicado en la revista Espiral.
“Los Sánchez Monroy se ostentaban como propietarios de todo el territorio desde la Ciénega hasta más allá de Díaz Ordaz. Todos los trabajadores del aserradero estaban inscritos como posesionarios de terrenos nacionales porque les hicieron firmar papeles, pero ellos nunca supieron dónde estaban los terrenos ya que los papeles los manejaba Sánchez Monroy”, le dijo al investigador un comunero de la congregación López Portillo.
De forma paralela, comenzaron a surgir ejidos. Antes de 1967, año del reconocimiento de las comunidades, existían ya Constitución, Rodulfo (sic) Figueroa, Ramón E. Balboa, Benito Juárez I, Las Merceditas, Gustavo Díaz Ordaz —este último, ante la fuerte oposición de los chimas, fue entregado con presencia del Ejército mexicano—, Benito Juárez II, Ignacio Zaragoza y Rafael Cal y Mayor. Después del reconocimiento de los bienes comunales —y sin atender la evidente sobreposición de planos— vinieron ejidos de indígenas tzotziles expulsados de Los Altos de Chiapas: Luis Echeverría, Flor de Chiapas, Guadalupe Victoria, La Lucha y Pilar Espinoza de León.
“El emporio de Sánchez Monroy llegó a su fin en 1977. Este año los trabajadores iniciaron una huelga porque el empresario les negó el permiso de hacer milpas, aprovechando el inmenso territorio que se presentaba ante ellos. Los comuneros aprovecharon esa coyuntura para incitarlos a derrocar al empresario, con la promesa de que podían quedarse a vivir y trabajar en las tierras recuperadas”, agrega el académico. Se paralizaron actividades, secuestraron maquinaria y quemaron instalaciones. Así surgen las congregaciones, con antiguos taladores: Chocomanatlán, Benito Juárez, Río Frío y Nuevo San Juan. Era la respuesta comunal para recuperar sus viejos dominios.
Chiapas preparó su contraofensiva. Con el gobernador Absalón Castellanos, general retirado, estableció la Corporación de Fomento de Chiapas y se lanzó a aprovechar los bosques dejados por Sánchez Monroy, mientras dotaba de amplias tierras a pequeños propietarios cercanos a su gobierno. “Quería correr a toda la gente que había aquí, mandaba al Ejército, a la policía judicial […] una vez la policía judicial echó corriendo a toda la gente de Chocomatlán, a balazos”, recuerda un lugareño. Fue cuando retuvieron de rehén a Ernesto Castellanos.
Así, cuando las cosas aparentaban bajar de color, el gobierno federal emitió, en 1987, una declaratoria de terrenos nacionales en San Isidro, de 42 mil hectáreas, con base en lo cual, el gobierno chiapaneco formó la colonia agrícola San Isidro, bajo el régimen de pequeña propiedad. Como respuesta, el Pacto de Grupos Ecologistas creó en 1989 Maderas del Pueblo del Sureste AC; en 1991 surgió el Comité Nacional para Defensa de los Chimalapas, y en 1993 se firmó una distensión. Los violentos ocupantes de San Isidro-La Gringa dejaron la zona en 1994.
Diecisiete años después, los acuerdos para legalizar posesiones bajo el reconocimiento de los bienes comunales no se terminan de cumplir: hoy, las mediciones de los ejidos aún suelen terminar a balazos.
San Francisco de la Paz
“Comenzaron a talar y a destruir la selva, lo que había, con el fin de poner los potreros con una extensión grande; eran como 50 personas y tenían de cien a 300 hectáreas de terreno cada uno […] hoy ya está prohibido destruir el monte, ya es otra vez de nosotros”, señala el comunero Constantino García Toribio, quien descansa en una hamaca, una calurosa tarde de junio.
Recuerda la larga lucha de esta congregación de Santa María, con fuerzas desproporcionadamente mayores de ganaderos y agricultores —muchos de ellos, políticos— armados por los parvifundistas de San Isidro-La Gringa. Este segundo nombre le viene porque corre la historia de que una estadunidense se ahogó en un arroyo de la zona. Son tierras siempre verdes donde los primeros humanos llegaron, tal vez, hace más de cinco mil años.
San Francisco de La Paz se ubica en un remanso entre vastas llanuras destruidas por la acción humana reciente y cerros cargados de vegetación lujuriante. En el poblado hay un amplio zócalo de tierra con un promontorio extraño: se trata de los restos de un centro ceremonial de los mokaza, los ancestros de los zoques, con supuesta influencia de los olmecas de la parte norte del istmo. La duda se disipa en la pequeña casa de la delegación municipal, donde hay restos de cabezas colosales muy semejantes a las de la cultura del Golfo. Nadie cuida, pero tampoco vienen muchos forasteros. La tranquilidad se ha reconquistado tras décadas de violencia.
“Desde 1960 tenemos la orden de fundar esta congregación para proteger los bienes comunales […] los fundadores son en su mayor parte personas que vinieron de Chiapas, pero sabían bien que el territorio era de Santa María Chimalapas, que hubo que defender de los invasores que venían de Cintalapa; los líderes de ellos eran Elías Velasco Robles y David Vega, otro de apellido Montero, la familia Zavala, Miguel Carballo y varios más…”.
—¿Ellos tenían el apoyo del gobierno de Chiapas?
—Sí, hasta tenían a la policía preventiva que los resguardaba; nosotros estuvimos metiendo demandas, denuncias a cada rato, y no nos hicieron caso […] en 1982 los de La Gringa se metieron a esta población, quemaron casas, violaron mujeres, y en 1987 lo repitieron […] entraban con armas de alto poder, de nueve milímetros, escopetas. Al mero líder de nosotros, Víctor Escobedo Solís, lo balacearon en la cadera, pero no murió enseguida: duró cuatro años más, pero ya anduvo en silla de ruedas.
El acoso era constante. “Cada que hacíamos un trabajo en las milpitas, venían y destruían todo […] ellos se metieron de nuevo en 1989, cuando le gente se preparaba para Todos los Santos; esa vez por fin vino el Ministerio Público a ver con sus propios ojos, porque entre 1982 y 1987 no nos creían: que eran puras mentiras, según ellos […] vieron las casas con los cristales rotos y a dos señoras violadas, y una estaba en estado de embarazo; nos hicieron caso ya que nos vieron toda la humillación que estábamos sufriendo por aquellos. Pero allí no paró la cosa: a un amigo, Elías Ignacio, lo secuestraron en 1991; el 29 de mayo de 1992 secuestraron a Pablo Escobedo, hijo menor del difunto don Víctor, que hasta hoy no aparece […]”.
A Elías lo soltaron en Arriaga, Chiapas, como a los siete días, y llegó por sus medios a Matías Romero, sin embargo, “nomás vivió tres años, por los golpes que recibió; enflacó [sic] mucho y se murió también […] en 1990 también secuestraron a un muchacho que vivía aquí atrás, ahorita ya tiene como 40 años, se llama Emiliano Margarito: lo arrastraron por los espinos, lo hicieron sentarse en un nido de hormigas, lo arrastraron por el río para llevarlo por su pueblo, y no lo pudimos recuperar porque también nos venían siguiendo a nosotros con armas, y la gente corrió por otro lado para esconderse…”.
Debieron darse manifestaciones en la Ciudad de México para que el gobierno mexicano, preocupado además por los efectos del levantamiento armado en Chiapas, interviniera y pusiera un alto a los abusos. En 1994 se fueron los verdugos de San Francisco. Hoy se respira una precaria paz en estas tierras devastadas: la presión por las “tierras ociosas” de los zoques amenaza con rebrotar, como un fuego mal extinguido.
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1998, sequía atroz, incendio devastador
Los anales de la conservación de la selva de Los Chimalapas tienen 1998 como un año esencial. Al presentarse los incendios forestales más extendidos y devastadores sobre sus ecosistemas, la sociedad mexicana tomó una conciencia más clara de la importancia de esta región, sobreviviente a la tremenda transformación de todo el entorno en el istmo de Tehuantepec, región que une a las Américas del Norte y Central.
¿Por qué ocurrió el desastre? “En las zonas tropicales como Chimalapas se tuvo una temporada de sequía de seis meses continuos, cuando en promedio sólo suelen ser de tres meses […] hay que resaltar que las selvas altas perennifolias de Los Chimalapas registraron importantes niveles de defoliación [pérdida de hojas] ante el estrés sufrido por la falta de lluvias en esa temporada”, explican Salvador Anta Fonseca, hoy gerente regional de la Comisión Nacional Forestal (Conafor), y Antonio Plancarte (“Los incendios forestales”, en Chimalapas, la última oportunidad).
Así, “desde marzo [de 1998] se registró y estableció una zona de alta presión atmosférica en el golfo de Tehuantepec que duró hasta el mes de junio, y la humedad provocada por los nortes prácticamente no apareció a finales de 1997 ni en los primeros meses de 1998. Como resultado de las altas temperaturas y la ausencia de precipitación, los suelos siempre húmedos de las selvas altas y los bosques mesófilas se secaron y durante el mes de abril el sotobosque de estas selvas y bosques se deshidrató, a tal grado que las plantas con palmas camedoras se marchitaron…”.
Esa prolongada sequía y sus efectos no fueron tomados en cuenta cuando los productores de la sierra comenzaron a preparar sus tierras y a usar el fuego como la herramienta preferida para esos menesteres. Los narcos lo usaban para abrir sus terrenos a cultivos ilícitos, los ganaderos para sus potreros y los madereros para sus fogatas. Hubo 68 frentes de fuego simultáneos entre abril y mayo. No había poder humano que detuviera el desastre. El registro final arrojó 210 mil hectáreas siniestradas, 63 por ciento con fuego superficial, 25 por ciento intermedio y 12 por ciento severo.
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Los anales de la conservación de la selva de Los Chimalapas tienen 1998 como un año esencial. Al presentarse los incendios forestales más extendidos y devastadores sobre sus ecosistemas, la sociedad mexicana tomó una conciencia más clara de la importancia de esta región, sobreviviente a la tremenda transformación de todo el entorno en el istmo de Tehuantepec, región que une a las Américas del Norte y Central.
¿Por qué ocurrió el desastre? “En las zonas tropicales como Chimalapas se tuvo una temporada de sequía de seis meses continuos, cuando en promedio sólo suelen ser de tres meses […] hay que resaltar que las selvas altas perennifolias de Los Chimalapas registraron importantes niveles de defoliación [pérdida de hojas] ante el estrés sufrido por la falta de lluvias en esa temporada”, explican Salvador Anta Fonseca, hoy gerente regional de la Comisión Nacional Forestal (Conafor), y Antonio Plancarte (“Los incendios forestales”, en Chimalapas, la última oportunidad).
Así, “desde marzo [de 1998] se registró y estableció una zona de alta presión atmosférica en el golfo de Tehuantepec que duró hasta el mes de junio, y la humedad provocada por los nortes prácticamente no apareció a finales de 1997 ni en los primeros meses de 1998. Como resultado de las altas temperaturas y la ausencia de precipitación, los suelos siempre húmedos de las selvas altas y los bosques mesófilas se secaron y durante el mes de abril el sotobosque de estas selvas y bosques se deshidrató, a tal grado que las plantas con palmas camedoras se marchitaron…”.
Esa prolongada sequía y sus efectos no fueron tomados en cuenta cuando los productores de la sierra comenzaron a preparar sus tierras y a usar el fuego como la herramienta preferida para esos menesteres. Los narcos lo usaban para abrir sus terrenos a cultivos ilícitos, los ganaderos para sus potreros y los madereros para sus fogatas. Hubo 68 frentes de fuego simultáneos entre abril y mayo. No había poder humano que detuviera el desastre. El registro final arrojó 210 mil hectáreas siniestradas, 63 por ciento con fuego superficial, 25 por ciento intermedio y 12 por ciento severo.
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En conflicto
La superficie original de las comunidades de Los Chimalapas era de 1.2 millones de hectáreas, según los títulos de la compra de 1687 hecha al rey de España. De esa vasta superficie, apenas se reconocieron en 1967, 280 años después, 460 mil ha a Santa María Chimalapas y 134 mil ha a San Miguel Chimalapas, para totalizar 594 mil ha, cerca de la mitad de lo que amparaban los títulos.
El derecho de las comunidades indígenas es imprescriptible; significa que las reivindicaciones de los zoques tienen la superioridad que da el tiempo: son anteriores a cualquier acto de dominio o posesión sobre la zona.
Las comunidades zoques albergan lo que queda de la gran selva y bosques templados de las sierras del istmo de Tehuantepec, donde podría sobrevivir 35 por ciento de las formas de vida que existen en México. La importancia de sus servicios ambientales es extraordinaria en agua, aire y clima para la zona productiva de Minatitlán-Coatzacoalcos, en Veracruz, uno de los emporios industriales del país
La superficie original de las comunidades de Los Chimalapas era de 1.2 millones de hectáreas, según los títulos de la compra de 1687 hecha al rey de España. De esa vasta superficie, apenas se reconocieron en 1967, 280 años después, 460 mil ha a Santa María Chimalapas y 134 mil ha a San Miguel Chimalapas, para totalizar 594 mil ha, cerca de la mitad de lo que amparaban los títulos.
El derecho de las comunidades indígenas es imprescriptible; significa que las reivindicaciones de los zoques tienen la superioridad que da el tiempo: son anteriores a cualquier acto de dominio o posesión sobre la zona.
Las comunidades zoques albergan lo que queda de la gran selva y bosques templados de las sierras del istmo de Tehuantepec, donde podría sobrevivir 35 por ciento de las formas de vida que existen en México. La importancia de sus servicios ambientales es extraordinaria en agua, aire y clima para la zona productiva de Minatitlán-Coatzacoalcos, en Veracruz, uno de los emporios industriales del país
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