lunes, 22 de octubre de 2018

CHAPALA, EL SUEÑO DE LA ABUNDANCIA


Chapala, el lago de la abundancia.


Agustín del Castillo / El Respetable.


El lago de Chapala ha rebasado 80 por ciento de su capacidad, y eso significa que contiene casi 6,400 millones de metros cúbicos, un volumen que solamente ha sido superior en una ocasión en diez años, justamente en octubre de 2010. El ascenso del agua este temporal es de 2.12 metros hasta el pasado viernes 19 de octubre, lo que en volumen significa 2,317 millones de m³. Para que el lector se dé una idea de lo que significa esa enorme cantidad de agua, le puedo decir que equivale a casi trece años del líquido que le extrae al mayor lago del país el área metropolitana de Guadalajara, de lejos, su usuario más importante. Sin exagerar, esa dependencia de la capital de Jalisco ha sido clave en la conservación de un embalse natural que antes de 1955 parecía condenado a ser recortado.

No se necesita más que hacer un poco de memoria:  el desarrollismo imperante durante el periodo porfirista, retomado agresivamente por los gobiernos de la revolución, dictaba la conveniencia de que los grandes cuerpos de agua fueran desecados para incorporar sus ricos limos a la producción agrícola. Fue el destino, por ejemplo, de la laguna de Magdalena, que desapareció en los años 40, y con ella, el ritual anual de los aborígenes huicholes que descendían de la sierra a realizar ceremonias por considerarlo uno de los linderos del mundo. El pragmatismo de los wixaritari trasladó la marca sagrada a un embalse que pareciera que nunca se iba a secar: justamente Chapala. Por eso, la isla de los Alacranes, a pocos kilómetros de la cabecera del municipio que recibe el nombre del vaso lacustre, es el nuevo sitial de la misteriosa frontera del pueblo del peyote y el venado… hasta nuevo aviso.

Chapala no parece que se vaya a secar, aunque es la parte final de una cuenca de más de 50 mil kilómetros cuadrados, densamente habitada y con 11 por ciento del producto interno bruto nacional, lo que permite entrever la enorme presión que se ejerce sobre el agua, en un espacio geográfico donde llueve poco más de 730 milímetros de agua anual, es decir, mucho menos que en Guadalajara o la Ciudad de México.

De hecho, recibió su dentellada en la primera década del siglo XX: el empresario Manuel Cuesta Gallardo, a la postre último gobernador jalisciense del porfiriato, se benefició de una concesión federal para desecar lo que es hoy la llamada Ciénega de Chapala, una superficie de 45 mil hectáreas que se incorporó a la producción y redujo al lago en más de 30 por ciento de su extensión histórica.

Fue el año 1955 importante, porque en las secas, entre abril y mayo, el lago alcanzó su mínimo histórico de agua, por abajo de 900 millones de m³. También, porque es el año en que se abrió el acueducto viejo, de Atequiza, que mueve aun hoy millones de m³ a la ciudad en una ruta de 90 kilómetros en que se evapora la mitad del agua.

Desde entonces, la ciudad y el embalse natural unieron sus destinos. Habrá quien señale como una relación desventajosa en que se pierde un recurso natural mientras la ciudad sobregira su cuenta para crecer a proporciones delirantes (en 1955, Guadalajara había rebasado 800 mil habitantes, pero desde entonces, se multiplicó por más de 6: hoy rebasa cinco millones de moradores).

Fue el mejor aliado posible frente a la enorme extracción agrícola, que cada año es de diez a quince tantos el volumen servido a la ciudad, en la cuenca del Lerma, agua que, como el lector supondrá, es en detrimento del flujo natural que llevaría el líquido desde los puntos altos de la cuenca (Nevado de Toluca, Sierra Chincua, Meseta Purépecha o Sierra de los Lobos) a la parte más baja, que es precisamente Chapala.

No podemos olvidar que en esos años de “que solos los caminos queden sin sembrar”, la resistencia del ecologismo político no pintaba. Con el tiempo, fue esa relación con Guadalajara una verdadera simbiosis, pues el usuario, la segunda ciudad más populosa del país, empleó su influencia política creciente para forzar a acuerdos de distribución que si bien, no son suficientes, han permitido mejorar los flujos a Chapala, como se puede reflejar en este copioso temporal.

Conviene tenerlo presente, pues en el siguiente gobierno, se mantendrá el áspero debate sobre el destino del río Verde, de Los Altos de Jalisco, como fuente de Guadalajara, pero también, se deberá debatir la conveniencia de modernizar el acueducto construido parcialmente, en los años 80 para sustituir a Atequiza. Ese proyecto, mucho más eficiente que el original, nunca se terminó. Se ha deteriorado con los años y cada vez entrega menos agua (la capacidad original, de 7,500 litros por segundo, ha bajado a apenas 5,500 litros), lo que obliga a seguir en el uso de Atequiza y su pésimo rendimiento, y hace que los meses de abril y mayo, cuando la sed aprieta, sean los ambientalmente más costosos para el lago en su servicio a la ciudad.<

No olvidemos: los destinos de Guadalajara y Chapala están unidos en un matrimonio por conveniencia. Esa sociedad es la única que puede dar viabilidad al mayor vaso lacustre del país, siempre que el compromiso sea más fuerte en temas como el saneamiento, la medición del agua, la restauración de la cuenca y la optimación de usos agrícolas dispendiosos. Será indispensable verlo con esa lucidez y exigirlo. Es el desafío constructivo que tienen los defensores del lago para que la antigua Mar Chapalica que sorprendió a los conquistadores en el siglo XVI, recupere viejas glorias.

lunes, 8 de octubre de 2018

LA POLIS VERDE Y LA AUTOCRACIA QUE VIENE


LA POLIS VERDE Y LA AUTOCRACIA QUE VIENE

Agustín del Castillo / El Respetable.

La crisis ambiental es la crisis de nuestros tiempos, pero en más de un sentido, es la crisis de todos los tiempos, si del predominio del Homo (que muchas veces es solo supuestamente) sapiens sapiens sobre el planeta llamado Tierra, se trata. En buena medida la gestión de los modelos de civilización que han alojado amplios espacios de nuestro mundo en los últimos diez mil años, habían devenido en problemas políticos, económicos, sociales, fruto del mal manejo del territorio y sus recursos (es decir, del ambiente en que vivían), lo que dio ruta en ocasiones a un proceso catastrófico del que ya no se pudieron reponer. Es lo que el famoso historiador y divulgador científico Jared Diamond, premio Pulitzer,  tituló, en uno de sus libros más conocidos, como “Colapso”.

Los colapsos, entonces, no se dan por generación espontánea, por maldad de un dios o por mala suerte, aunque el azar tiene su concurso. Se cultivan con paciencia y requieren sobre todo del esmero y la prolijidad del autoengaño a nuestra la inteligencia colectiva, que como se demuestra en cada etapa de la historia humana, está sujeta con frecuencia a caer presa de los espejismos imaginativos. La creación de los imaginarios, es decir, de las grandes ideas comunes de pasado y futuro –sigo al gran filósofo Cornelius Castoriadis-, es lo que ha hecho posible el dominio del mundo por los hombres (Homo es una especie, no un sexo) , pues incentiva la cooperación entre miles, millones de desconocidos, y da forma a gigantescas estructuras políticas que no podrían acometer alguna otra de las maravillosas formas de vida planetaria, desprovistas de ese don que a últimas fechas ha resultado ser nuestra manzana envenenada.

La diferencia de los colapsos anteriores, al del presente, es la globalización. Y es esencial entenderlo, pues los fenómenos de desastre humano se habían restringido a ámbitos territoriales específicos, y con el cambio climático, eso ya no es posible. Diamond ilustra el caso de islas y de zonas con civilizaciones aisladas del resto, como la maya de nuestro país. La relación entre la “capacidad de carga” de los ecosistemas (es decir, de absorber impactos de un modelo económico y social de aprovechar los recursos disponibles y su consecuente deterioro, y restaurarse; a lo que hoy se llama “resiliencia”) y la salud política es clara. Cuando se pierde la primera, surgen las crisis, aunque casi nunca la clase política ha tenido el talento de entenderlo.< Entonces, los mayas o los moradores de la isla de Pascua buscaron desesperadamente apelar a los imaginarios integradores con ritos políticos y manifestaciones que vemos reflejados prístinamente en la arquitectura o la escultura: pirámides más amplias y grandiosas,  cabezas de piedra cada vez más colosales. Pero el cielo no escuchó. El agua se agotó. Las sequías arribaron y las cosechas se perdieron. Surgieron las rebeliones y las guerras intestinas, los homicidios se hicieron más comunes y más cruentos, los líderes simplistas y redentores tuvieron su hora, al optimismo de la participación colectiva sucedió el miedo, entregar el destino en manos del dirigente providencial, el salvador.

¿NO PODEMOS LEER EN ESTA CLAVE LO QUE HOY NOS SUCEDE EN MÉXICO Y MUCHOS RINCONES DEL MUNDO?

Por eso, la crisis ambiental es crisis social, económica, política, cultural; es hoy además crisis de la democracia (un sistema creado por los griegos como un modelo muy restrictivo y que fue ampliado por las luchas de los siglos XVIII al XX hasta abarcar, por primera vez, a todos los hombres como sujetos de la política, y que tras la caída dela Unión Soviética ha dominado en el mundo) que se debate entre su incapacidad de dar soluciones y el secuestro de sus beneficios por las élites poco generosas, dadas a la rapiña, dominadas también por el miedo y la ignorancia. Recuerdo una famosa frase de Willy Brandt, el famoso canciller socialdemócrata alemán de la postguerra, que hizo popular en México el Maquío (Manuel de Jesús Clouthier del Rincón, candidato panista a la presidencia en 1988), “los problemas de democracia se curan con más democracia”.

Pero en el pesimismo actual, muchísimos se han convencido de que es receta equivocada. Por eso tocan su hora, en países de tradición democrática o de tradición autocrática (dos ejemplos inmediatos de ambas tendencias: Estados Unidos y México), a los dirigentes populistas, los de recetas fáciles, los denostadores de la política entendida como  el modo en que los muchos nos ponemos de acuerdo y donde nadie posee el monopolio de la verdad. Es la hora de los López Obrador y los Alfaro (no obstante su aparente contraposición, el segundo es claramente un populista: ataca a los partidos, ataca a los que no piensan como él, se asume como líder providencial y como “la última esperanza”, usa gestos religiosos y emociones primitivas para hacer guiños al hambre de estabilidad de quienes conformamos esa entelequia simplona llamada pueblo, ataca al periodismo de investigación pero usa tecnología de redes sociales como vehículo de propaganda, en la mejor tradición autocrática del siglo XX, para consolidar su posición: sabe que gobernar es comunicar, aunque sea con medias verdades), y es el mayor riesgo que el sistema democrático ha tenido desde que fue universalizado con el eje de los derechos del hombre y del ciudadano en las jornadas de 1789, y en el caso mexicano, desde la debacle del presidencialismo entre 1988 y 2000.