jueves, 2 de julio de 2015

Porfirio Díaz, el gestor de la decadencia de Jalisco



El dictador luchó por domesticar la provincia históricamente más insumisa del país, y lo logró, al suprimir sus grandes liderazgos y mutilar una parte importante de su territorio.

Agustín del Castillo / Guadalajara. MILENIO JALISCO. 

El largo porfiriato dejó una sombra ominosa más allá de la larga cadena de progresos que el régimen vendió tan bien entre los habitantes de Guadalajara, y en general, del estado de Jalisco. Los ferrocarriles, el teléfono, el telégrafo, el comienzo de la electrificación y las carreteras principales, además de la paz social, son sin duda una aportación notable; pero al tiempo, el modelo centralista y presidencialista fue eficaz en nulificar a la región más insumisa del periodo colonial y del primer siglo independiente, y desencadenar su decadencia política, que llega hasta el presente.

“Dicen que don Porfirio todas las mañanas lo primero que preguntaba era si Jalisco se había alzado en armas”, señalan reiteradamente los historiadores y cronistas regionales. Efectivamente, los grupos políticos de la entidad tenían líderes sólidos como Ignacio Luis Vallarta, Pedro Ogazón y, sobre todo, Ramón Corona, una de las espadas más prestigiosas de la república restaurada, vencedor de Manuel Lozada, el Tigre de Álica, en La Mojonera, y dotado de un carisma notorio que lo hizo aspirar, informalmente a  la presidencia de la república.

El oaxaqueño, vencedor de la batalla del 2 de abril, veía un riesgo alto para la integridad del país la prevalencia de estados fuertes que desafiaban el poder central, y tras la experiencia traumática de la separación de Texas, la guerra de 1847 y la pérdida de más  de la mitad del territorio, así como el intento separatista yucateco y la violenta guerra de castas de esa península, decidió que el país necesitaba un gobierno central fuerte que aplastara las disidencias.

Jalisco se puso en la mira del exitoso político que hoy alcanza un siglo de muerto, y descansa lejos de su patria, en el cementerio de Montparnasse de París. Primero consolidó la separación de séptimo cantón, Tepic, cuya pérdida para las élites tapatías fue especialmente dolorosa dado el alto costo pagado para pacificarla. Luego, el mandatario quiso nombrar gobernadores títeres para gradualmente “reeducar” a las elites jaliscienses.

“Los deseos hegemónicos de Porfirio Díaz respecto a Jalisco, y el cálculo de que el general Pedro A. Galván sucedería a Tolentino, habrían de sufrir un serio descalabro cuando, en abril de 1885, Ramón Corona, ministro plenipotenciario de México en España, regresó definitivamente y se postuló como gobernador. Díaz había reasumido la presidencia el 1 de diciembre de 1884, mas como no era previsible aún que pretendiera continuar en 1888, no resulta descabellado  suponer que Corona retornara al país con la anticipación necesaria para optar al cargo”, señala José María Muriá en su Breve historia de Jalisco.

Corona era muy popular en Jalisco y en muchas partes de la república tanto por su pasado de hombre de armas como su carrera diplomática. Pero Díaz no tenía intenciones de soltar la presidencia y los adversarios de Corona en Guadalajara impusieron en la legislatura local, la primera del país en promoverlo, la primera reelección del oaxaqueño. Corona se preparó para la elección de 1892, pero no llegaría. La mano de Primitivo Ron segó su vida el 10 de noviembre de 1889. Las sospechas sobre una posible autoría intelectual desde México nunca se disiparon. Jalisco entró de lleno al porfiriato, sometido al gobierno central, y con un gobernador, Luis C. Curiel, que alcanzaría once años con diversas reelecciones.



“A principios del siglo XX, Jalisco era lo que queda de una potencia regional desmembrada que aún conserva un doloroso recuerdo de estos acontecimientos y que asocia el desmoronamiento de su potencia a las intervenciones del Estado central”, subraya Elisa Cárdenas Ayala (El derrumbe. Jalisco, microcosmos de larevolución mexicana, 2010).

El sometimiento político hizo que las elites jaliscienses se contentaran con su coto regional, y además, que se acomodaran a los lineamientos del dictador. Fueron mermando las grandes iniciativas progresistas que no fueran dictadas por el señor del país. También se acentuó el modelo económico basado en el comercio local y una incipiente industrialización –en la que predominaban manos extranjeras-. El entubamiento del río San Juan de Dios, a comienzos del siglo XX, es un hito de la burguesía local, señala el historiador Bogar Escobar Hernández, “porque inaugura de algún modo una forma de hacer riqueza que se ha hecho típica de las fortunas de la ciudad: los negocios inmobiliarios, pero a la sombra del estado y de las grandes obras de infraestructura pagadas con recursos públicos”.

Esta domesticación “progresista” también se refleja en las concesiones que otorgó el gobierno federal para obras de irrigación y especialmente, el desecamiento de un tercio del lago de Chapala, a cargo de un empresario que sería el último gobernador porfirista, Manuel Cuesta Gallardo.

Porfirio Díaz acudía con cierta frecuencia a Guadalajara y se hospedaba con su primo Segundo Díaz en el magnífico Palacio de las Vacas de la calle San Felipe, sobre todo luego de que llegara el ferrocarril a esta capital, en 1888. Era asiduo vacacionista en Chapala, que era mar chapálico con todo y el cercenamiento del vasto humedal. Domesticó a las élites, que un siglo después siguen en la seguridad de los negocios inmobiliarios mientras la ciudad ha pasado al tercer sitial en producción de riqueza del país, desplazada por Monterrey. Los tapatíos no pesan como clase política en la ciudad de México, reconoce Luis Miguel González, periodista que ha hecho carrera en el DF. Viven su cómoda decadencia aunque persisten sustentados en orgullos oropelescos: Jalisco es México, la provincia imaginaria, las chivas del Guadalajara, el tequila, la belleza morisca de las mujeres, el mejor clima del país…


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