viernes, 14 de mayo de 2010

Testigo de la devastación


PÚBLICO EN PRIVADO

La Perla, Veracruz. Agustín del Castillo, enviado. PÚBLICO-MILENIO, edición del 18 de abril de 2010. Trabajo financiado con beca de FUNDACIÓN AVINA, periodismo para el desarrollo susentable. FOTO: MARCO A. VARGAS


En las tardes más solitarias, el bosque del Ci-tlaltépetl se llena del eco de las motosierras, un canto al que don Isidro se ha acostumbrado en las últimas décadas mientras sus ojos toman el registro cotidiano de la devastación a que es sometido el mayor volcán del país. Pero no todo es desolación: sus propios predios quedan como oasis entre tierras de cultivo sobre laderas imposibles y tímidos renuevos de una naturaleza esperanzadora, que no renuncia nunca a renovarse.

Él nació hace 69 años, cuando esto era una umbría cerrada, abundaban los venados, los pumas y los lobos, y pocos se aventuraban al interior del bosque. Ni siquiera cree que el problema hayan sido las grandes compañías madereras anteriores de los años setenta del siglo XX, en particular, los Celorio, españoles que compraron el monte al cacique local, el general Rodolfo Lozada Vallejo, pues su tecnología todavía era rudimentaria, en términos modernos.

El problema fue la llegada de las motosierras, que hacen que cualquier cristiano derribe con facilidad árboles cada vez más enclenques. Las maderas de gran fuste ya fueron extraídas de todas las cañadas por la insaciable economía clandestina, que es aquí en buena medida el motor del desarrollo, si es que se puede decir que jornales de 150 pesos diarios den realmente progreso. Aunque las cuotas varían según el comprador, situado normalmente hacia las tierras bajas. “Hay compradores ahí en Xometla, en La Perla, por donde quiera le buscan y se llevan la madera”. Ni qué decir que las motosierras suelen ser a cuenta de la madera, lo que obliga a trabajar más rápido para saldar la deuda.

“Antes, para que hicieran un viaje de madera en carro se llevaban de ocho a quince días, con un hacha cuadraban y tiraban el palo, y ahorita con estos aparatos llegan y hacen puro derribe en un ratito; todas las tardes suben camionetas y bajan de noche, van a la tala del monte, y si se fija por allá ya no hay ni un palito de este grueso, así está la cosa [...] yo creo que las motosierras las comenzaron a meter más fuerte como de unos 25 años para acá, y estaba aún lleno el monte, había mucho monte grueso, y lo que ve ahora es de la pura reforestación, mataron lo más bonito”, explica mientras se ocupa de acomodar a sus toros en el potrero. Uno de ellos, el más imponente, bufa enojado porque otro lo mira detrás de una cerca, como en reto.

Los Bonilla llegaron hace tres generaciones, con su abuelo, que se llamaba Chico, y su padre, de nombre Lino. A diferencia de los vecinos, se diversificaron y han comprado más de 300 hectáreas boscosas, que conservan en medio de ecosistemas altamente alterados. No dejan de tentarlos. “Yo les digo que no, que no vendo mis palos, me dan cualquier cosa… mejor cuido mis tierritas y saco más con el ganadito o las siembras, además que cuido el agua”. Con la violencia, el cuidado de la montaña se ha tornado simulación; desde que los motosierristas golpearon a don Bartolo, el guardaparques, “se han quedado callados; pasaban aquí con su cuatrimoto que les dio el gobierno, pero ahora, si ven una camioneta cargada ya no dicen nada porque los tienen amenazados”.

— ¿Cree que se acabe la montaña a cómo vamos?

— Ah sí, cómo no, esto se acaba […] aquí no hubo justicia, más bien se ponían a mano con la justicia y ya se iban con su madera.

Otra historia desde el llamado México profundo.

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