domingo, 15 de mayo de 2011

Calandrias, oficio en riesgo de extinción


Guadalajara. Agustín del Castillo. PÚBLICO-MILENIO. Edición del 27 de abril de 2011

Calandria es la designación general para un conjunto de pájaros de la familia de los mímidos, que habitan toda América y se distinguen por su gran capacidad de imitar el canto de otras aves. Pero en Guadalajara, la especie ha tomado otras capacidades más asombrosas: no vuela, deambula por las calles, exhibe crines, relincha ocasionalmente, penetra de sus orines los adoquines y posee una anchurosa carroza para transportar turistas.

Esa es la calandria tapatía, un carruaje tradicional jalado por caballos mansos que ponen una nota de tranquilidad en la histeria de cientos de automovilistas que han conquistado estos pavimentos. Las calandrias, hoy devenidas a la recreación, en algún momento de su historia fueron un verdadero transporte de mercancías y de personas.

“Fueron como los primeros taxis o carros de alquiler, porque anteriormente las usaban como transporte para San Juan de Dios, para el mercado Corona y el parque Alcalde. Ahí se acarreaban las cajas de jitomate, las cajas con plátano, todo lo que las gentes compraban”, explica Miguel García Magaña, quien espera en su carruaje la llegada de algún turista. “Ahorita está muy triste, a lo mejor para los Juegos Panamericanos nos recuperamos”, señala resignado.

Las calandrias tienen tres estaciones: San Juan de Dios (mercado Libertad), San Francisco, al sur del centro, y el museo regional. Son 55 carruajes de una profesión en decadencia. El primero se puede levantar a las siete de la mañana, el último, a las doce, por un cochero apodado El Furcio, en los arcos de San Francisco, Corona y avenida Héroes. El costo del viaje es de 200 pesos por familia, y demora unos 50 minutos.

Hay quienes viven en exclusiva de este servicio, familias completas que en tres o cuatro generaciones al mismo tiempo operan los coches. Los calandrieros están sindicalizados en la CTM y recuerdan el apoyo que les dio el finado Heliodoro Hernández Loza, cuyos restos tienen cerca, en la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres.

“Hay quienes tienen ya toda su vida aquí y sacan sólo de esto, yo trabajé aquí hace como 30 años, pero mi oficio es herrero, en mis ratos libres me vengo para aquí y agarro una calandria y la trabajo”, añade.

Las jornadas buenas —muy excepcionales— pueden traer hasta seis viajes por carro, pero en días laborales normales, un viaje puede ser el trabajo de todo el día. Los caballos parecen corrientones, pero “deben ser muy mansos”, entonces se consiguen como en quince mil pesos, “nada baratos”. Todos los días hay que traerlos y llevarlos a sus corrales. Por ejemplo, uno de los calandrieros dice que se va hasta Huentitán, lo que sirve para imaginar las jornadas extenuantes de estos corceles, en el único sitio de América donde no son pájaros y no cantan, pero cuyo lento y apacible caminar hace trinar de coraje… a los automovilistas posmodernos, los nuevos dictadores de la ciudad.

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