Llegó El ocaso de los dioses
Esta crónica de 2006 narra el encuentro con la última ópera de la tetratología wagneriana, representada en Bellas Artes, y apareción en Público-Milenio el 2 de abril de ese año. La ópera de Richard Wagner pone fin a la representación de su ciclo El Anillo del Nibelungo, montado por primera vez en México; la hazaña operística llevó cuatro años a un grupo de artistas dirigidos por Sergio Vela, y fue la cereza del pastel ofrecido en el Festival del Centro Histórico de la ciudad de México
Ciudad de México. Agustín del Castillo. PÚBLICO MILENIO
Domingo 26 de marzo de 2006. “Ha comenzado El ocaso de los dioses”, canta trágica Brünhilde, la valquiria devenida en mortal, ante la pira funeraria que consume a su entrañable Sigfrido, en la memorable escena final de este drama musical, montado en México con 130 años de retraso.
A las tormentas de fuego y los desbordamientos acuosos del eterno río Rhin en el interior intemporal del teatro en Bellas Artes, acompañan afuera del recinto marmóreo un domingo con lluvia pertinaz que enfría a la ciudad de los palacios, y a unas pocas cuadras, el rito musical, casi ígneo, que siguen las masas en rebelión: decenas de miles de gargantas que invaden el zócalo, donde es deificado el rockero Manu Chao, uno de los nuevos dioses tras el naufragio de las antiguas deidades aristocráticas representadas por ese Wotan germano y su pandilla que roba el oro, que ordena asesinatos, que destruye el árbol de la vida, que deseca los arroyos; oligarquía del crimen y del poder, pero que también cultiva las artes y las ciencias, que escribe poemas de amor, que edifica palacios, que respeta a los muertos y que enfrentará la ciega tragedia del destino.
O sea, ¿de verdad un reino sin justicia es simplemente “una cueva de ladrones”? En todo caso, este mundo wagneriano, lleno de monstruos fantásticos y horrores morales, fincado sobre la base del poder, la avari-cia, la envidia, el egoísmo —¿se parece demasiado a lo que conocemos?—, pero sin duda también de la libertad, el amor, la generosidad y la gloria —virtudes excesivas para una época mediana—, caerá al final como expiación de todos sus crímenes y vacilaciones. ¿Es abusivo leer en estos arquetipos vicisitudes contemporáneas como la masificación, la destrucción del ambiente, las simulaciones democráticas, las máscaras de los nuevos dictadores?
Por eso el espectador sin preparación puede acceder a su magia, conte-nida en más de cuatro horas con parte de la música más luminosa que se ha compuesto, y en sus fantásticos escenarios donde el mito reina como eterna respuesta a los interrogantes atormentados de los hombres. Por eso no es extraño que entre la silenciosa multitud que atiborra el solemne palacio se encuentren familias completas, con niños incluso, que soportarán la escasa comodidad del recinto, diseñado para que la música se escuche bien a costa del calor asfixiante, los pasillos estrechos y los espacios entre hilera e hilera de butacas que aprietan y constriñen las rodillas.
Los “responsables” de traer completo El anillo del Nibelungo de Richard Wagner a México, del cual El ocaso de los dioses es el drama final, tras presentarse en los años precedentes El oro del Rhin (2003), La Valquiria (2004) y Sigfrido (2005), son un grupo de artistas bajo el liderazgo de Sergio Vela, quienes han concluido la hazaña con apoyo decidido de buena parte de autoridades culturales de este país. Lo cual no es poca cosa, pues se sabe que El anillo jamás se ha escuchado completo en la mayoría de las ciudades de Hispanoamérica —con las honrosas excepciones de Buenos Aires y Santiago—, e incluso ha estado ausente en algunas metrópolis tan importantes de Estados Unidos, como son Los Ángeles o Houston.
Se trata de un montaje austero que apela a las líneas más abstractas del drama, que recrea una atmósfera opresiva, llena de sombras, huérfana de esperanzas, minimalista en decorados; que recrea al teatro griego con sus personajes con máscaras que sostienen el gesto definitorio de la maldad, la ingenuidad, la nobleza o la ambición. Todo engarzado en un anillo omnipresente como marco de las escenas y como joya brillante en el dedo del héroe, que despierta oscuras ambiciones y desembocará en un Apocalipsis, para retornar a su inocencia primordial en el seno del gran río, donde el tiempo ha dejado de discurrir.
Son casi las once de la noche. Mientras en el mayor recinto cultural del país se pasa por la muerte del universo entero; agonía construida a golpes de fuego, agua y la sutil y soberbia paleta orquestal del último gran genio de la música, en la explanada del zócalo son decenas de miles los que rinden tributo a la resurrección de los humillados y ofendidos, 130 años después. “Dios ha muerto, nosotros lo hemos matado”, dijo Nietzsche, apasionado y contradictorio crítico de Wagner.
Pero los sobrevivientes humanos, tal vez aburridos de su soledad, han sabido levantar altares a nuevos númenes, más efímeros y desechables. Por ellos deliran en esta fría jornada capitalina, en el anchuroso zócalo, ignorantes del cataclismo universal.
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