miércoles, 25 de febrero de 2015

Una barrera natural para apaciguar las iras de un dios



La pérdida de arrecifes coralinos repercute directamente en la destrucción de infraestructura y vidas en las zonas golpeadas por ciclones extremos, cuya intensidad tiende a aumentar.

Agustín del Castillo / Quintana Roo. MILENIO JALISCO. 

La inmensa tragedia humana de la primera etapa de la conquista europea en las islas americanas fue acompañada en ocasiones por el soplar de un dios maligno, Hurakán, que perturbó a los marinos de Cristóbal Colón el 16 de junio de 1494 en La Española, y posteriormente, en algún punto de las Antillas, en otoño de 1495. El almirante registró del último evento tres embarcaciones hundidas, y aseguró en sus cartas: “Nada a excepción del servicio a Dios y la extensión de la monarquía me expondrían a tal peligro”.

El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, en su Sumario de la natural historia de las Indias, le relataba al rey Carlos I en 1526, a propósito de las costumbres de los taínos y los caribes:  “...cuando el demonio los quiere espantar, promételes el huracán, que quiere decir  tempestad; la cual hace tan grande, que derriba casas y arranca muchos y muy grandes árboles; y yo he visto en montes muy  espesos  y de grandísimos árboles, en espacio de media legua y de un cuarto de legua continuado, estar todo el monte trastornado, y derribados todos los árboles chicos y grandes, y las raíces de muchos de ellos para arriba y tan espantosa cosa de ver, que sin duda parecía cosa del diablo, y de no poderse mirar sin mucho espanto. En este caso deben contemplar los cristianos con mucha razón que en todas las partes donde el Santo Sacramento se ha puesto, nunca ha habido los dichos huracanes y tempestades grandes con grandísima cantidad, ni que sean peligrosos como solía”.

Pero la llegada del Dios cristiano no menguó la furia de la naturaleza. El 16 de septiembre de 1502 se ahogó una tripulación completa frente a las costas de Honduras.  El 12 de agosto de 1508 se destruyó el poblado de Buenaventura (sic), de la actual República Dominicana; y en 1553, cuando el Dios único y trino había afianzado su control sobre las almas occidentales, en la provincia novohispana de Texas se registraban 17 embarcaciones desaparecidas tras un ciclón. Eventos con miles de muertos se han sucedido ininterrumpidamente hasta el siglo XXI (el National Hurricane Center de los Estados Unidos ofrece en su Web información abundante de la historia ciclónica de la región: http://www.nhc.noaa.gov/).

¿En eso pensaban los acaudalados hoteleros de Cancún el 21 de octubre de 2005, cuando vieron llegar la gigantesca cortina de lluvia y vientos de Wilma sobre el alterado litoral de Benito Juárez, en lo que sería el registro de huracán más intenso del que se tenga memoria? Su fuerza devastadora penetró en la capital de la llamada Riviera maya y ocasionó daños por 7,500 millones de dólares y hasta ocho decesos.

Muy pocos kilómetros al sur, en el poblado de Puerto Morelos, las cosas fueron diferentes. El investigador del Instituto de Ciencias del Mar y Limnología de la Universidad Nacional Autónoma de México, Roberto Iglesias Prieto, asegura que la destrucción fue considerablemente menor, para lo cual hay un elemento crítico a favor de la aldea: mientras la barrera de arrecifes existente frente al megadesarrollo turístico ha sido gradualmente menguada y destruida, Puerto Morelos preserva esas muralla natural.

“La energía liberada por olas de  hasta 18 metros, durante las 60 horas que duró la tormenta en una sección de 12 kilómetros del arrecife de Puerto Morelos, fue equivalente a 25 bombas atómicas similares a la de Hiroshima […] la barrera de corales las contuvo y dejó pasar un oleaje fuerte, pero considerablemente reducido”, que el experto calcula en un quinto de la potencia del artefacto que puso fin a la Segunda Guerra Mundial.

Ese es uno de los principales beneficios directos de las barreras de corales –junto con las dunas y los manglares que se ubican frente a las costas- para la estabilidad económica y social de las comunidades humanas; los principales centros económicos y de poder mundiales están sobre los litorales. Este tipo de eventos meteorológicos, en tiempos de cambio climático, tenderán a ser más extremos, lo que significa que su potencial devastador se incrementa. Los corales pueden amortiguar  el impacto donde existen. No donde han desaparecido.

Cancún, donde se capta un tercio de las divisas por turismo de México, ha perdido buena parte de esa protección, además de que el método de edificación que allí prevaleció, de establecer hoteles pegados a la costa  y frecuentemente con destrucción de manglares y dunas, ha puesto en mayor riesgo esas inversiones. La pérdida de playa por la erosión del mar es otra consecuencia.

En otras regiones de México, la presencia de barreras coralinas es mucho más modesta en comparación con la Gran Barrera Mesoamericana, pero llega a hacer diferencia. En Cabo Pulmo, al sur de la península de Baja California, el paso del huracán Odile, en septiembre de 2014, que destruyó buena parte de la infraestructura de Los Cabos, se sintió mucho más ligeramente, pese a la corta distancia.

La investigadora de la Universidad Autónoma de Baja California Sur (UABCS), Eleonora Romero Vadillo, destaca que de cualquier modo, falta investigación. “Hay trabajos, se ha estudiado en tsunamis, y el efecto es semejante; lo que se llama la marea de tormenta, es una elevación en el nivel del mar: cuando se forma un huracán hay una baja de presión, y al haber una baja de presión el nivel del mar se incrementa, y luego ese más alto es empujado por los vientos a la costa; depende de la trayectoria del huracán y de la morfología de la región, de aquí que sea importante la conservación de los arrecifes coralinos y de los manglares, que son los que nos protegen de ese fenómeno”.

El problema es que más allá de la voluntad de algunas entidades públicas y de grupos ecologistas, la tendencia de la economía a dirigir los destinos de la sociedad no está generando mejores condiciones a las barreras de coral. Uno de los casos más sonados de los últimos tiempos es lo que acaece con la ampliación del puerto de Veracruz.

“Constituye un ejemplo más de depredación del medio ambiente con fines económicos, donde el criterio gubernamental – en los tres niveles de gobierno- deja fuera de todo análisis la existencia de impactos posteriores para la biodiversidad y la población veracruzana […]El proyecto, que abarca aproximadamente 910 hectáreas en su totalidad, se construirá en la Bahía Vergara, sobre una parte del Arrecife Punta Gorda – que es el arrecife bordeante más grande del golfo de México y que está parcialmente rodeado por el Parque Nacional Sistema Arrecifal Veracruzano, que se ubica frente a las costas de los municipios de Veracruz, Boca del Río y Alvarado del Estado de Veracruz”, denuncia la organización Greenpeace.

“Con motivo de la ampliación del puerto, el Gobierno modificó sin la suficiente información científica, la superficie del parque nacional […] y autorizó la ampliación dentro del arrecife, un sitio enlistado en la Convención Ramsar – un tratado que protege humedales-. Lo hizo en contra de normas nacionales e internacionales y sin considerar los impactos acumulativos que el proyecto tendrá en ese ecosistema debido, entre otras cosas, al crecimiento poblacional y al mayor tráfico marítimo en el puerto”, dice por su parte en enero pasado el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (Cemda).

Si a estos problemas se agrega la enorme dificultad de reconstruir corales con inducción artificial, queda claro que se están sacrificando las bases de la seguridad futura a favor de los proyectos de corto y mediano plazo, advierten las organizaciones ambientalistas.


La investigadora Romero Vadillo plantea la urgencia de dedicar más recursos y tiempo a documentar de forma más clara tanto el tema de la recurrencia e intensidad creciente de huracanes en tiempos de cambio climático, como el modo en que las barreras arrecifales operan en amortiguarlos. Porque si no se “vende” el tema por el lado del equilibrio de los ecosistemas, la preservación de especies y la llamada “ética verde”, deberá ser la amenaza exponencial que su destrucción significa para la seguridad de millones de personas, de sus bienes y su economía, la ruta más corta para generar conciencia y acciones drásticas de conservación.

El huracán, ese espíritu maligno de los antiguos y malogrados taínos, sólo aumentaría su poder destructor en un mundo sin corales, lo mismo que sus pares globales, como el famoso Tifón del océano Índico, que en 2013, bajo el nombre de Haiyán o Yolanda, arrasó la isla de Leyte, en Filipinas, en el mismo corazón del Triángulo del Coral, y ocasionó diez mil muertos. Allí, como en México, los corales son defectuosamente protegidos, y ronda cerca la sombra de la muerte.



CLAVES

RIESGO AL ALZA

El gigantesco incremento de la población mundial en las zonas intertropicales no tiene comparación a la tasa que se registraba en los tiempos de Colón. Los países de esa franja presentan problemas de subdesarrollo endémico que se traduce en tasas altas de natalidad, deficiente infraestructura, políticas públicas de protección ambiental muy débiles, fuerte corrupción y prevalencia de intereses económicos de corto plazo y de valor social dudoso, todo lo cual juega en contra de la posibilidad de conservar las barreras coralinas.

La excepción más notable a ese panorama de devastación lo constituyen Australia y Nueva Zelanda, ubicadas en Oceanía, naciones de alto desarrollo económico que han establecido políticas de preservación más eficientes en relación con la Gran Barrera Australiana, que con sus 2,300 kilómetros de longitud, es la mayor muralla arrecifal del mundo.

La destrucción coralina tiene componentes locales y regionales fuertes nacidos en los malos manejos del territorio en los continentes, que de forma indirecta aumentan los daños a los arrecifes.


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