jueves, 13 de abril de 2017

Religión, tierras y trabajo, las cargas de una niñez entre balas



Los niños de la Cristiada debieron hacerse hombres desde muy pequeños, trabajar duras jornadas y familiarizarse con el sonido de las balas; la muerte nunca fue abstracta (III de V partes).

Agustín del Castillo / Guadalajara. MILENIO JALISCO. 

Don Andrés de Anda es un venerable anciano que habita a un par de cuadras de uno de los sitios más icónicos del catolicismo mexicano: la catedral de San Juan de los Lagos, cimentada sobre una tradición de peregrinos y ‘mandas’ a la virgen que se hunde en el periodo virreinal. El hombre de 94 años nació en medio de la disputa entre el gobierno revolucionario y los católicos, y literalmente, vio pasar las balas antes de cumplir cinco años.

No olvida ese bautizo de fuego: San Juan en algún momento de 1927 en un enfrentamiento entre federales y rebeldes. “Hubo un combate cuando estuvimos en la garita de San Juan; cuando amaneció toda la gente asomándose por las puertas, y yo le decía a mi madre, déjame ver, tenía cinco años, y se asomó mi mama a la puerta, tenía la madera una abertura, y yo estaba mirando: los soldados corre y corre levantando en literas a muertos y heridos, y como dicen aquí, el herido al hospital y el muerto al panteón; pero sí se la fatigaron como hasta las 12, y la gente muriéndose de hambre, no había comida ni nada […] el cuartel era el mesón de la virgen y se dijo que allí cayeron los cristeros descalzos y agarraron a muchos del gobierno y familias, la torre estaba atacada de gobierno…”.

- ¿La torre de la catedral?
- Sí, el atrio y adentro estaba así; te lo digo porque mi abuelita, la mamá de mi padre, me llevaba al rosario, y tenían una soga en el altar para que no se pasaran los animales, pero había un cagadero por ahí, un desmadre; convirtieron la iglesia en caballeriza...

El combate hizo correr a los cristeros del pueblo. “Una vez que pasó el combate, el gobierno le dio chance a la gente que se fuera a sus ranchos, y ahí vamos todos otra vez, y a los 22 días otra vez para atrás”. Era la reconcentración, el movimiento de población civil que tantos riesgos acarreaba a “los pacíficos”. San Juan era el lugar de recepción, “toda la gente de los ranchos dejaban sus puerquitos, sus gallinitas, su milpita de maíz; todo expuesto a saqueos, a robos […] nos regresaron y ya nos tocó por el mesón del perro; barrieron los machetes y por ahí nos metieron, pura caballada y burros, y había de suricatas [sic] hijo de la chingada; suricata es el piojo del puerco, y andabas todo como si tuvieras sarampión, todo enronchado”.

Pudieron regresarse por segunda ocasión. “Siguió la guerra y yo ya estaba más grandecillo, mi padre se fue a Estados Unidos, estaba en la revuelta, y eso puso feliz a mi abuela; pero las cosas siguieron acá, y yo conocí a un capitancito que se llamaba Martin Díaz, y a otro capitancillo que lo acompañaba que se llama Bruno Veloz, de los cristeros; también conocí a El Catorce [Victoriano Ramírez], pero nomás de pasadita y mucho mejor a otros capitanes como Pánfilo Limón, Martín Rivera…”.

Muy niño, la situación económica apremiante, lo obligó a trabajar. “Me acomodé de vaquero en una casa de riquitos al que tenía siembra y animalitos le iba más o menos, con el papá de Refugio Márquez, que se llamaba Francisco, y me pagó diez pesos por un año; estaba a gusto ahí, se comía mole, cajeta, mermelada, postres, mataban marranos, y mi quehacer era moler masa en el molino, traía la leña para cocinar, regaba diez o doce árboles frutales, subía el agua del arroyo con una cubeta y un palo… tenía ya como once años”.

En esos tiempos ya habían pasado unos tres de la firma de los acuerdos que ponían fin, oficialmente, al enfrentamiento entre la iglesia y el estado. Sin embargo, el asesinato de muchos dirigentes cristeros indultados hizo que los sobrevivientes se subieran de nuevo “al monte”. La región alteña siguió afrontando peligros.



“Recuerdo que en 1932 mataron a un marrano y me mandaron para llevar una pierna de carne y chicharrón, a un hermano de ellos que vivía en El Llano, adelantito de El Ocote […] yo venía con un chiquihuite en la cabeza y estaba el capitán Martín Díaz en casa de un señor que se llamaba Pedro Muñoz; en un corral que tenía un ocote grande los cristeros salieron, echaron ojo y como no había nadie siguieron su camino; yo llegué a la casa y me quitaron los chicharrones los cristeros, y me dejaron nomás la carne […] se me había reventado un huarache y metí por un agujero la correa, y me fui caminando pensando en las mentiras que iba a echar en mi rancho, iba a decirles que me querían llevar los cristeros, cuando pasa frente a mí un cristero, y el hocico del caballo, desbocado, brincando piedras, garroños, nopales, y me quedé, ah que chulo animal, y me dije, por qué correrá este cabrón, no se miraba nada por el polvo, y pensé, es el gobierno; y que agarro mi huarache y a correr, y una gritadera, y gracias a Dios que Martín Díaz se había quedado en El Ocote y cuando salió vio la trifulca, y empezó a posicionar a la gente en las peñas. Allí empezó el combate. Yo veía así, chin, cada bala que pasaba…”

Luego pasó Bruno Veloz con su gente, “tenía todos los dientes de oro, era buena gente, y me decía, córrale chamaco no se quede, no se raje chamaco, y si me quedaba en un arroyo iban a pensar que era cristero, mejor no… y le corrí”, señala divertido.

Los gendarmes pisaban la zona con frecuencia. “Una vez nos cayeron en el rancho a punto de almorzar; oímos un ruido y venían bajando por un ladera, el terregal, y el animalero, en eso venia el general Martínez y se paró en la puerta y ordenó: párense ahí, saquen las tortillas y los frijoles, y adelante, y para la otra casa; se fueron y ya se puso mi madre y mi abuela a sacar el nixtamal para hacer más tortillas […] en ese tiempo vivías descalzo, con un jarro de atole, con un molcajete, con una tortilla enchilada, y era todo; el que tenía su vaquita bebía su lechita, y el que no pues se aguantaba, una vida muy dura, mucha pobreza aunque algunos eran ricos…”.

Don Andrés debió agarrar la yunta sobre sus espaldas y arar la tierra a los doce años, por una deuda que su padre tenía con Victorio de Anda. “Mi padre le debía un dinerito, le prestaba bueyes para sembrar lo de mi padre y tener buena tierrita, y recogía las cosechas para pagarse; y sucede que él dice, ya en mayo, siémbrame la yunta en los coyotes; cómo, si no puedo, le dice mi papá; pues pon al muchacho, y aunque mi padre se opuso, me mandó el equipo, la yunta de bueyes con el arado, y pues agarré la yunta, y hasta eso, no salí pendejo para la siembra, y mi padre junto, él cortaba y yo tapaba, y no te imaginas la cosecha que se levantó de esa tierra, maicito de 35 a 40 carrillitas, y de frijol, y mando a los trabajadores para acarrear”. El abuso derivaba de una deuda por pastura; otro vecino, Melesio Tiscareño, le dijo: “oye, ¿ya acabaste de pagarle a Victorio? Pues no; ¿y cuánto le debes?, 60 pesos. Melesio le contestó: ven a la casa, tráete tres o cuatro puercos y unos costales con frijol, véndelos y págale, porque si no, nunca vas a terminar de pagar; mi padre hizo caso y con la feriecita que le sobró y se fue a Estados Unidos; allá duró cinco o seis años…”.

Cosas de políticas y ajustes de cuentas, “el cabrón que hizo que me pusieran la yunta, Victorio, mató al capitán Martín Díaz, que creo pertenecía a lagos de un rancho que se llama Santa Anita. Otros se fueron a otros estados para disfrazarse, pero a Martín Díaz lo mató Victorio de Anda, porque le hacía a las yeguas y a los burros, para el gobierno para los cristeros; vino Martín ya medio derrotado con tres soldados; ‘qué bueno que viniste’, le dijo muy político y abusado; paró todas las yuntas, paró a todos los medieros, y los mandó a sus casas, y le dijeron a las esposas que mataran gallinas para hacer mole, y se pusieron a hacer mole y sopa de arroz, total que se hizo la fiesta y empezaron a traerle tequila y tequila… a Martín Díaz, lo emborracharon y lo mataron…”.



El colofón de ese crimen: el ganadero se va a México y recibe facilidades para poner un establo en Tacuba, pero su verdadero negocio fue la contratación de braceros, “te daban tu contrato, pasabas el examen médico y tal día tomabas el tren. Te tumbaban la ropa, enseñabas todo y luego te echaban un polvo, que para los piojos. Empezó en 1942 a 1946; yo me contraté en el 44”.

La vida de don Andrés no se entiende sin sus constantes periodos laborales en el país vecino. Todavía en los años ochenta trabajaba en la zona. Llevaba espíritu laborioso y ahorrador de los alteños, y le hizo acumular una pequeña hacienda. Hoy vive rodeado de hijos y nietos, sonriente, apacible, como si su vida no hubiera estado salpicada de tragedias y tribulaciones.

- En su niñez, ¿cómo interpretaba una guerra en su pueblo?
- Yo no creí que era mala, la veía común y corriente, normal; yo nací en la guerra…

- ¿Y qué se decía en su casa, cómo se interpretaba, estamos luchando por algo?
- Pos fíjate que no tuve la suerte que mi madre me dijera algo; yo creo que ella y mi padre si conversaban, yo nomas me acuerdo de las reconcentraciones, de las anécdotas, del capitán Galván…

Y el alma de niño siempre aflora, la ingenuidad ante los males que asuelan al mundo. “Mi madre murió en la cama cuando nació mi hermana más chica, que ya murió en Aguascalientes; estaba mi abuelita con mi madre ya tendida, y también estaba mi padre, y dije, como que se oye el llanto de una bebita; ah sí, se la trajo tu tía Romanita, la partera, a tu mama, dijo mi abuelita; ¿y en dónde la agarraron?, pregunté; en un lugar que le decían El Litigio […] ahorita me traigo otra, dije yo, y duré como dos o tres horas quitando piedras a ver si me hallaba otra niña, y llegué bañado en sudor,¿ a dónde fuiste?, a buscar otra niña…”.

- ¿Qué extraña del pasado?
- Del pasado nada, más que la vergüenza y la seriedad, todo eso, porque pasaron los años y se acabaron […] la vida ahora está muy aventajada, hay buenas escuelas, hay buenos estudiantes, y antes no había nada de eso, alguna escuelita rural; a mí me mandaron a una escuela cuando ya estaba huérfano, el profesor se la pasaba en la puerta, y llegabas, agarrabas tu piedrita y te sentabas, y el profesor en la puerta tire y tire piojos…



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Claves

La singularidad alteña

“En Los Altos, el régimen de la propiedad se articuló en los siglos XVIII y XIX, cuando creció muy rápidamente el sector ranchero (tendencia mucho menos pronunciada en el sur del estado). Los Altos se conocían por ser tierra de pequeños y medianos propietarios, y con razón, porque había gran división de la propiedad (en 1910, ¡había más propietarios en Jalisco que en Perú!)”

“Ésta era una región de tierras pobres y, en consecuencia, de ganaderos más que agricultores […] económica, étnica, religiosa y políticamente, Los Altos constituyeron una sociedad aparte. No era una zona indígena o mestiza, sino criolla […] se preservaban esos rasgos raciales mediante dos mecanismos: la familia extendida y la endogamia (dicen las alteñas de la época: “para casarme, si es rubio, mejor” y “blanco, aunque sea de manta”)

“Este mundillo se caracterizó además, por su doble cultura física y metafísica, una deportiva (las carreras de caballos y los toros) y otra espiritual (la religión católica). La fe alteña era clerical y ortodoxa, y la práctica del culto, asunto público, la expresión misma de la identidad local. Sin obligación, los alteños pagaban el diezmo, y se decía que el cura de Arandas recibía más emolumentos que un obispo europeo”

“Pese a esta integración cultural, existió una clara estratificación social. Por muy piadosa que fuera, hasta la Revolución era una sociedad oligárquica donde ser rico equivalía a tener más sirvientes que imágenes religiosas.Políticamente, el liberalismo decimonónico llamó la atención de los alteños por su federalismo, que prometía la autonomía frente al poder de Guadalajara; pero la visión laica del liberalismo, es decir, la escisión que se estableció entre las esferas cívica y eclesiástica, les fue completamente ajena”

Cristeros y agraristas en Jalisco : una nueva aportación a la historiografía cristera, Mathew Butler

SRN


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