miércoles, 23 de diciembre de 2009

Durango, las montañas sitiadas

Dos aspectos del cañón de Fernández, oasis de La Laguna. FOTOS: MARCO A. VARGAS. Especial, BECAS AVINA investigación periodística para el desarrollo sostenible

El Cañón de Fernández preserva el último oasis notable de la devastada región lagunera. La magia del desierto en un área natural protegida poco conocida

Lerdo, Durango. Agustín del Castillo, enviado. PÚBLICO-MILENIO. Edición del 22 de diciembre de 2009

Son sus habitantes más conspicuos; rebasan mil años de edad, y hermosean las orillas del cauce del río Nazas -anhelantes de aguas límpidas-, con su indisimulada magnificencia. Son supervivientes. Han sorteado los efectos del primitivo ímpetu irracional de los elementos y de la moderna y calculada avaricia de los hombres. Son el último esplendor de una naturaleza en retirada, sitiada por la urgencia de un modelo económico depredador.

El nombre de estos moradores del Cañón de Fernández les hace modesta justicia: ahuehuete (náhuatl ahuehuetl), “viejo de agua”. Es un árbol de amplio fuste, fronda extendida y corteza rugosa, que prospera a las orillas de muchos ríos mexicanos, pero que, persistiendo en una de las regiones más áridas de la geografía nacional, parece un milagro de adaptación y resistencia.

En realidad, todo sorprende en esta área natural protegida creada en 2004, en la municipalidad de Lerdo. Máxime para quien desconoce el pasado de la región, que fue más húmedo y que justifica el hoy incomprensible nombre de La Laguna.

El Nazas y el Aguanaval prodigaban sus aguas hasta la zona donde hoy se ubica Torreón, y mantenían decenas de cuerpos de agua más o menos salinos y más o menos someros, con fauna única, como el famoso matalote, un pez muy apreciado en la antigua dieta de los campesinos locales. La ocupación del valle, primero para crear el emporio algodonero más importante del país; luego, para sustentar la cuenca lechera más exitosa, cobró factura. Hubo extinción de fauna endémica (por ende, dichas especies desaparecieron de la faz terrestre). Hubo desaparición de los embalses naturales. Hubo contaminación, sobreexplotación del agua, pérdida de servicios ambientales. Se arrasó el viejo esquema campesino de respetar los ascensos y descensos de los ríos, se represó el agua, se perforaron pozos que hoy suelen rebasar 200 metros de profundidad.

Los oasis múltiples fueron retrocediendo. Hoy se sostiene el más notable, al final de las cuencas centrales del norte y al comienzo de la Sierra Madre Occidental. Áspero, inaccesible y silencioso.

La declaratoria de la reserva fue el fruto de muchos años de presión por los ambientalistas locales. “Se entregó la administración a la sociedad civil, y nos han puesto al frente”, destaca Gladys Aguirre Balza, subdirectora [no hay nombramiento de director] de la demacración de 17 mil hectáreas.

¿Cuál es el secreto de que sobreviva el oasis del desierto? Es casi por error, pues las presas de río arriba filtran agua y mantienen el río Nazas en el cañón, mientras que aguas abajo, suele estar completamente seco. “Hay algunas filtraciones […] se tiene que entregar agua a que tienen derecho algunos grupos campesinos, agua de riego, y entonces hay un pedacito de río que mantiene agua todo el año; es un sitio increíble, con ahuehuetes de más de 1,400 años de edad, y más de 250 especies de pájaros”, destaca el investigador Francisco Valdés Pérezgasga, del Instituto Tecnológico de La Laguna, y miembro connotado del grupo ambientalista Pro Defensa del Nazas AC.

Así, Cañón de Fernández, en una superficie que equivale a la cuarta parte de la mancha urbana de Guadalajara, posee al menos 580 formas de vida, entre las que destacan las aves, migratorias o nativas, pone en relieve la bióloga Sandra Ramos Robles. En su zona de influencia habitan cerca de cinco mil personas, y hacia el interior del polígono, podrían ser cerca de tres mil.

La falta de financiamiento ha sido un lastre que ha debido arrastrar la gestión en la zona. Por ejemplo, en lo que va de 2009 no se ha entregado dinero por parte del gobierno estatal de Durango. Pero la conformación del consejo asesor de la reserva –organismo auxiliar para la toma de decisiones- podría cambiar la historia.

Hay promesas de que una raquítica remesa de 250 mil pesos se entregará en estos días, y tal vez, durante 2010, otros 500 mil pesos. Poco más de 30 pesos por hectárea, para un área que entrega la mayor parte del agua superficial al gran valle lagunero –el río Nazas tiene la principal presa de la región-, un volumen calculado modestamente de 600 a 900 millones de metros cúbicos por año, con un valor comercial de 180 a 270 millones de pesos (a 30 centavos por m3).

Una de las preocupaciones de los ambientalistas es que el consejo asesor sirva para legitimar reputaciones depredadoras de los recursos. Es el caso de la lechera Lala, la más importante del país, que ha fincado su prosperidad en la devastación de La Laguna y otras cuencas regionales para la siembra de alfalfa, sediento y nutritivo alimento de las vacas de los establos de sus socios, que le dan más de tres millones de litros diarios de leche para procesar.

El majestuoso ahuehuete o sabino era el gran morador del bosque de galería del Nazas. Pero fue desapareciendo con las desecaciones. Unos individuos muertos, abandonados en el parque recreativo de la periferia de Lerdo, fueron analizados por el investigador José Villanueva, con la observación de sus anillos de crecimiento. “Dice que fue muy curioso que a partir del año de 1968 los anillos eran chiquitos e iguales todos, y antes del 68 había grandes, pequeños y medianos, porque resulta que en 1968 se hizo la presa de Las Tórtolas, y se vio clarísimo como afectó el crecimiento de esos árboles, y propició su muerte”, recuerda Valdés Pérezgasga.

El cañón guarda los últimos “viejos de agua” en los remansos del padre Nazas. Milenarios testigos de la fragilidad de la vida y la implacable destrucción.

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Aurelia Juárez. Moradora de Cañón de Fernández

La vecina del Nazas

Tiene 72 años, y es nativa de San Antonio, a la orilla del río vecino: Aguanaval. Pero se arraigó en la zona de Cañón de Fernández, al pie del río interior más caudaloso de México: el Nazas, origen de la prosperidad hoy depredadora de la región lagunera.

Doña Aurelia Juárez Zamarrón ha sido testigo de las grandes transformaciones que redujeron los oasis del desierto a sólo este remanso de barrancas, al poniente de la comarca.

Sonrisa a flor de piel, es ajena a la solemnidad en que se suele escudar la vejez. Ojos pequeños, mirada vivaracha, lengua rápida, pronta para la broma; su lema podría ser el adagio de Les Luthiers: “No te tomes la vida tan en serio; de todos modos no saldrás vivo de ella…”.

Su biografía sorprende. Nació en un ambiente hostil. “Me bautizaron hasta los cinco años […] en ese tiempo andaban los padres escondidos, no los dejaban abrir las iglesias”, recuerda. 1937, ocho años después de Los Arreglos entre la iglesia católica y el Estado mexicano, que contuvieron legalmente la persecución religiosa, la guerra continuaba en el gigante Durango, límite norte del levantamiento cristero. Los líderes que deponían las armas, eran asesinados arteramente. Por eso seguían en el monte, aferrados a “la imposible fidelidad” (Jean Meyer).

Así, “nos fuimos a Santa Eulalia [Cuencamé], mis padres eran muy pobrecitos, y pos vivíamos de puro carboneros; tumbaban leña y hacían carbón… y de ahí ya nos venimos a La Laguna, a la pizca del algodón, tenía yo como ocho años, y me hacían que pizcara, era muy dura la vida…”.

A El Refugio, la antigua hacienda que hoy habita, llegaron por invitación. “Estaba todo arruinado; estaban las tapias, algo se salvó porque los soldados hicieron un cuartel […] empecé a trabajar aquí como a los nueve años, me gustaba hacer tamales, gorditas de horno, y yo les vendía a los soldados”. La vida era “sin perversidad”, subraya la anciana. Luego añade con picardía: “la única perversidad fue la que hice yo”.

—¿Qué hizo usted?

—Pos me hice amiga del señor de los autobuses, Luis López, y me recomendó con un presidente que se llamaba Juan Aragón, de aquí de Lerdo, y pos ándele, como yo era muy bonita, jajaja; bueno, más bien habíamos pocas muchachas, y entre ellas yo me sentía como una reina, y que me pone de reina de los charros; la esposa del gobernador me trajo mi sombrero de Durango, mi falda de china poblana, mi blusa escotada con un rosalote, y bien hermosa que me veía, les repartía besos a todos los charros que venían.

Aurelia tenía 16 años, “y pos me hice amiga de él, y como que me agarró mucha confianza, de cariño o de lástima”. Lo cierto es que el agradecido don Juan le regaló un permiso para cerveza y 20 cartones de una extinta bebida de cebada: Cruz Blanca. “Desde el 54 tengo yo la cantina del ejido”, se ufana. También fue la comadrona del pueblo, y trajo al mundo a muchos de los muchachos que deambulan sus calles polvorientas.

Acostumbrada al ir y venir, se aventuró por la frontera y trabajó seis meses en Estados Unidos, pero sus padres le pusieron el alto. Luego llegaría el matrimonio, con un jalisciense que le enseñó las glorias del tequila, y le fabricó una prole numerosa: diez hijos, que viven por todas las latitudes, entre el norte de México y Estados Unidos, huyendo de la pobreza endémica de este desierto donde los campesinos ya no prosperan.

Doña Aurelia nunca pierde el buen humor. Los intensos, los indiferentes o los temerosos llegan a la misma cita con la muerte. Pocos son recordados. A esta mujer de larga vida le atrae poco el solemne dilema.

Lerdo, Durango /Agustín del Castillo

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