miércoles, 28 de marzo de 2018
La gesta de los Quintanar y la paz de los sepulcros
Pedro Quintanar, el principal comandante de la guerrilla católica en el norte del país sobrevive en su última hija, quien lo despidió antes de su asesinato, en Ojinaga (I de V partes).
Agustín del Castillo / Guadalajara. MILENIO JALISCO.
En 1930, seis meses después de los "arreglos" entre el Estado y el episcopado católico mexicanos, bajo los buenos oficios del embajador de los Estados Unidos, Dwight Morrow, se ha alcanzado la paz, tras una tercia de años de una insurrección popular que, se ufanan los guerrilleros, no fue vencida en el campo de batalla. Pero, para muchos, será la paz de los sepulcros.
El gobierno revolucionario, comandado informal pero enérgicamente por el jefe máximo, Plutarco Elías Calles, ya aplica una medida crudamente pragmática: las guerras populares tienen líderes carismáticos; si tras la pacificación, estos cambian de opinión y desobedecen a sus obispos, u optan por rutas más seculares, pueden volverse a alzar en armas y movilizar a miles de hombres. Así, resulta primordial aplicar la receta ya probada con Villa y Zapata: su eliminación física; no por odio, sino por Real politik, dice esta lógica casi gangsteril.
Este marco define la suerte de uno de los pioneros de la insurrección católica campesina denominada, con tintes épicos, La Cristiada: Pedro Quintanar, ranchero de Chalchihuites, un municipio zacatecano hoy famoso por sus ruinas de mil años, se encuentra prófugo; no ha entregado su armamento ni se ha acogido al indulto. Allí comienza el relato de doña María Antonia Quintanar Madera, la hija sobreviviente del célebre guerrillero.
"Yo nací en 1924; cuando los hechos de 1930, andaba sobre seis años [...] durante la revolución [cristera], cuando entraba la federación, la misma gente que sabía de nosotros nos sacaba del pueblo, por si las dudas, y nos llevaban a distintas partes para protegernos; yo me acuerdo de esos lugares aunque estaba muy chica. Pero en este momento, ya la revolución se había terminado, era un sábado de Gloria, e iban a quemar al judas en el jardín del pueblo...".
Pequeña y frágil, pero dotada de una memoria prodigiosa, una voz firme y una mirada chispeante, la hoy tatarabuela habita una casa ancha y vieja en la colonia Ladrón de Guevara, en la capital tapatía. Pero recuerda el día que los arrancaron de Chalchihuites como si no hubieran pasado casi 90 años:
"...Y ese día, de ahí nos llevaron a la presidencia, ya no nos dejaron ir a la casa. Nos llevaron a la casa del comandante, no sabíamos nosotros por qué, y no sé cuántos días duramos; yo tenía una hermana mayor que yo, me llevaba seis años, ella estaba en la escuela; como la escuela estaba por donde vivía el comandante, la dejaron ir, yo iba con ella; pero a mi mamá ya no la dejaron salir, hasta que nos dijo una señora: miren, las van a sacar de aquí, pero no sabemos a dónde [...] era para que mi papá cayera: había muchísima gente, puro Quintanar; yo no conocía más que a dos tíos por parte de mi papá, Andrés y Rafael; mi madrina Conchita, mi mama Chaya; a Rogelio, a Rafaelito, todos hermanos de mi papá. Pero esos desconocidos eran todos Quintanar; total que de ahí nos sacaron a la estación del ferrocarril, nos pusieron y se llenaron dos carros de carga con puro apellido Quintanar, y unos compadres de mi papá (...) al despedirnos de Chalchihuites, una persona del gobierno le habló a mi mamá y le dijo: mire señora, no sabemos a dónde los van a mandar, pero déjenos a la pequeña, nosotros no tenemos hijos, nomás van a ir a sufrir, cuando regresen se la llevan; pero dijo mi mamá: no, si van a sufrir, sufrirán conmigo...".
Los Quintanar comenzaron el viaje ordenado por un dios destino, que despachaba frente a palacio nacional en la capital del país. La niña María Antonia era pequeña y movía a las simpatías de los captores. A un militar "le dio lástima" y la llevó a cenar. "Yo le dije a mi mamá, cuando fui grande, ¿oiga, y si me hubieran robado? No, se veía buena gente, muy responsable, me contestó. Total que me llevó a cenar, y le he de haber pedido leche y pan, era muy buena persona, le decía subteniente...".
El tren tomó la ruta del norte, por la Sierra Madre Occidental: montañas ásperas, casi solitarias, pero con habitantes insospechados [doña María no recuerda haber visto en los valles a indios huicholes o tepehuanos deambulando] y animales hoy desaparecidos: lobos, osos negros, quizás algún grizzly rezagado en su proceso de extinción regional, o pájaros carpinteros de medio metro de altura; invadidas de árboles milenarios, ocotes más anchos que las casas y altos hasta el cielo, que con la paz, serán el "oro verde" para fortunas amasadas por los madereros "revolucionarios" de Durango y Chihuahua, incluidas grandes transnacionales atraídas por el nuevo ambiente de negocios.
Esas soledades orográficas también han tenido, desde la conquista española, una valiosa aportación en metales. Chalchihuites mismo, que colinda al poniente con la Michilía de Durango, tierra de lobos; con Jiménez del Teúl y con Sombrerete, significa en náhuatl, "tierra de piedras preciosas", y se ubica en la línea divisoria, imaginaria, de los dos Méxicos, una línea arbitraria y discutible, no siempre asumida ni comprendida: el trópico de Cáncer.
Al norte está la tierra de colonos, de caudillos de la revolución de 1910, pionera de la modernización que se avecina en los decenios de los 30 y 40. Al sur, el "México profundo" del catolicismo de curas arraigados a aldeas y de aborígenes más o menos improntados por cuatro siglos de evangelización. Ese paisaje se contempla desde el frente del tren donde viaja María.
"...yo iba adelante, viendo por el camino; le decía el subteniente a mi mamá: déjela que vaya viendo. Con el paso de los días se dieron cuenta de que mi papá no iba, y empezaron a bajar a los Quintanar por la ruta donde iba: tú bájate aquí, tú bájate adelante. Total que ya cerca de Chihuahua quedó mi mama Chaya, mi madrina Conchita; ahí las bajaron, a nosotros no, pero por ruego de ellas nos dejaron también en Chihuahua".
- Se quedaron a vivir en Chihuahua.
- Sí, ahí en la estación del tren nos dejaron; era ya de noche, total que ahí amanecimos y una persona de la estación nos llevó pan y café; mi mamá se acordó que tenía unos amigos en Chihuahua, para buena suerte encontró a esas amistades, ellos nos recibieron en su casa y ya tuvimos en donde quedarnos.
En 1930, el presidente municipal de Chalchihuites era Ranulfo García. Un año antes, dicen las crónicas que hubo un fuerte terremoto en ese rincón zacatecano, a partir del cual se formó el parque Hundido, y acudió a atestiguar los rescates y quizás, ver de primera mano ese México de "fanáticos" que había vencido en la mesa de negociaciones el mismísimo jefe Máximo. Chalchihuites perteneció al alguna vez poderoso estado de Jalisco, hasta 1857, en que se le acortaron fronteras e influencia política. María y su familia regresaron al pueblo en 1931. Su padre había sido asesinado ese aciago año de exilio.
Casi el siglo
María Antonia regresó a Chachihuites a atestiguar la liquidación de la hacienda familiar. Don Pedro había sido un hombre de ciertos caudales, muy carismático, pródigo en amores y sus frutos. La hoy nonagenaria dice, como si confesara un secreto de Estado: "nosotros somos de una segunda familia".
"El papá de mi mamá vivía en Huejuquilla; fue por nosotros porque nuestra casa la vendieron, que para para drogas [deudas] que tenía mi papá". A la pequeña siempre la trataron con deferencia los de la familia "principal", había un espíritu de cofraternidad. Pero los asuntos de dinero son terminantes: "el papá de mi mamá nos llevó a un rancho a siete kilómetros de Huejuquilla, y éramos muy felices, pero como no había escuela, eso no estaba bien". Eso decidió a su madre a partir a Fresnillo, que ya prosperaba como capital regional. Allí retomó estudios, y vio a su madre volverse a casar, lo que la hizo vivir con unos hermanos de su padre. Doña María se casó en esa ciudad y unos años después migró, por razones de trabajo de su marido, a Guadalajara. Tuvo nueve hijos, cinco mujeres y cuatro hombres. Hoy ha visto despuntar la quinta generación: la sangre de los Quintanar sigue llenando al mundo.
El caudillo
El 14 de agosto de 1926, "El ejército detuvo al párroco de Chalchihuites, Luis Bátiz, hombre pacífico y muy querido por el pueblo. Al día siguiente llegó al mercado el tratante de ganado Pedro Quintanar, personaje influyente y respetado, y los paisanos le pidieron que liberara al párroco. Quintanar fue a emboscar a los soldados, pero en el combate murieron los prisioneros que ellos tenían. Quintanar convocó a más hombres de toda la región, y el 29 de Agosto entraban en Huejuquilla el Alto [Jalisco], donde derrotaron a un contingente de 50 soldados" (de La Cristiada, de Jean Meyer, en el sitio http://cronicasdeuncristero.blogspot.mx/p/la-guerra-cristera.html).
¿Qué le contaron a la chamaca entonces de apenas dos años? "Llegó mi papá y remojó su mano en la sangre de los mártires, se persignó, se levantó y gritó: Dios mío, he de vengar la sangre de estos inocentes. Eso contó un pastorcito; se rebeló mi padre desde ese momento, y hubo mucha gente que al saber esto lo siguió: don Pedro, lo seguimos hasta donde quiera, la gente no tenía armas en los ranchos, pero tenemos machete y armamos un corazón para defender a la religion, y pues ya, que se hace la revolución..." recuerda emocionada, solemne, fervorosa.
Allí nació la leyenda de Pedro Quintanar, quien vino al mundo en 1866 en La Boquilla de los Quintanar, municipio de Sombrerete, según su hija. A la sazón sería uno de los principales comandantes cristeros, el jefe indiscutido de la zona norte. La rebelión incendió a casi medio país.
".. Ya que se acabó la revolución, él no se entregó; la gente que quiso se dejó sus armas y todo, pero mi papá siguió su camino hasta su rancho [...] cuando nos desterraron al norte, él llegó a Chihuahua disfrazado, fue ese mismo año de 1930 que lo vi por última vez; trabajó un poquito para el gobierno, le dieron trabajo...".
Don Pedro solía llevarse a sus labores en ese retiro pacífico a un nieto, Rogelio, de solo quince años. La compañía para la que laboraban recibió la orden de ir a Ojinaga. "Ya estando en Ojinaga, los compañeros de mi papá le dicen a Rogelio, muchacho, nos vamos ir a bañar y no llevamos armas; tú no puedes ir porque eres muy joven y vamos puros grandes, asi que quédate aquí, nos bañamos y regresamos [...] no sé cuánto tiempo pasó, pero llegaron con Rogelio, y le dijeron: oye hijo, tuvimos un encuentro con unos contrabandistas y le tocó la de malas a tu papá. Salió en los periódicos que se habían encontrado con unos contrabandistas y por eso murió, pero sabemos que lo querían matar, siempre nos dijeron que fue el gobierno traidor...".
Fue uno de los 1,500 mandos cristeros ejecutados "extrajudicialmente", lo que provocó, al paso de los años, una segunda insurrección, ya de desesperación, abandonados los guerrilleros por sus pastores y la pacificada grey.
"Mi papá trabajó en el gobierno unos días, no fue mucho, unos cuantos días", reitera María, para que no quepa la duda: "querían vengarse de él. Era un hombre muy valiente, que defendía las causas de la gente", repone con orgullo.
Su íntima certeza: "...os entregarán a los tribunales, seréis azotados en las sinagogas y compareceréis ante gobernantes y reyes por mi causa, para que deis testimonio ante ellos. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre, pero el que persevere hasta el fin, ése se salvara" (San Marcos 13,9. 13).
Claves
ABC de la Cristiada
La Cristiada o guerra cristera fue una insurrección católica con motivo del cierre de culto ordenado por la jerarquía debido a la aplicación de la Ley Calles
La primera Cristiada es de 1926 a 1929; los asesinatos de líderes que depusieron las armas motivaron una segunda insurrección, más larga e infructuosa (1932-1941)
El gobierno mexicano reconoció en 1985 la muerte de 250 mil personas en esta guerra civil
Jalisco, Michoacán, Guanajuato, Zacatecas, Colima, Nayarit y Durango conforman el núcleo de la rebelión
Pedro Quintanar, con la toma de Huejuquilla, en agosto de 1926, comienza la guerra de guerrillas
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