El mito del mundo indígena
El problema esencial de nuestra democracia precaria es la ignorancia. Millones de mexicanos alfabetizados pasivamente y con rudimentos de ciencia, están inevitablemente desprovistos de las herramientas intelectuales básicas para distinguir siquiera las noticias reales de las llamadas “fakes”, y por ende, dan poca esperanza para que se pueda construir procesos intelectuales serios, críticos y democráticos que tanto necesita un país entrampado entre emociones elementales, carencia históricamente aprovechada por todos los caudillos, grupos, facciones y partidos políticos que en el país han sido, y son.
Lo indígena se mantiene como un mito difícil de desarticular con herramientas críticas. Fue una de las grandes reivindicaciones de la Revolución Mexicana, y un reconocimiento que ha dado vista a la enorme y heterogénea realidad que alberga el país demográfica y culturalmente más indio de América. Pero cuando se mira de cerca el proceso, salen las grietas y los resquebrajamientos.
Partamos de lo histórico. En grandes líneas, el derecho indígena que se aplica en México y que deriva de la gesta de 1910, es heredero de las Leyes de Indias generadas por el imperio español. Esta normativa colonial proteccionista y vindicadora del derecho al territorio fue primero materia de reclamaciones del bando conservador, sencillamente porque los liberales del siglo XIX, entre ellos, algunos insignes indígenas, no consideraron importante mantener la pluriculturalidad del país, y por el contrario, la veían como amenaza: lo más compasivo que se les ocurría era la posibilidad de integrar a los aborígenes al país mestizo. También veían un obstáculo insalvable en las formas de organización, producción y tenencia de territorio y recursos por miles de comunidades que llenaban la geografía del país de extraños originales, la perpleja otredad a los ojos de una república que anhelaba sentarse a la mesa de las naciones modernas y del capitalismo triunfante. Esto de algún modo maridó en luchas a los aborígenes con la iglesia católica, donde la versión liberal fue derrotada por el extremismo de los bandos y también el grupo tradicional luchaba por privilegios heredados del régimen colonial. El caso de Manuel Lozada, muy bien estudiado por Jean Meyer, es modélico.
La fatal incomprensión de los liberales al tema indígena fue parte de los cobros que buscó aplicarle la insurrección social, donde el zapatismo retoma la bandera de Lozada, pero en general, el tema encuentra eco en muchos de los líderes que a la postre ganaron la Revolución. La bandera de “Tierra y Libertad” (mismo eslogan de los rebeldes populistas abanderando campesinos, y posteriormente del partido eserista, tanto en la Rusia zarista decimonónica como en la que alumbra la revolución de octubre: Zemlia i Volia, ¿Quién dijo que hace dos siglos no había mundialización?) fue una proclama que se degradó con el manoseo.
El gobierno hace actos de justicia al regresar las tierras a sus dueños legítimos, pero no se debe dejar de señalar la demora entre la Constitución de 1917, la emisión de decretos restitutorios (para las regiones indígenas de Jalisco eso ocurre sobre todo en los años 50 y 60), y la ejecución de los mismos (no ha culminado un siglo después).
¿Cómo hacer de lado las construcciones de una burocracia agraria y un aparato de justicia, fuertemente expuestos a la arbitrariedad del poderoso en turno –el gobernador, el presidente- y al juego de los intereses? El caso de los nahuas en Ayotitlán es muy interesante, pues se ha documentado que los títulos virreinales que poseían –las leyes agrarias y el artículo 27 daban valor definitorio a la existencia de títulos reales emitidos en el periodo colonial para sacar adelante restituciones- fueron “extraviados” oportunamente por abogados ligados a madereros que desangraban la Sierra de Manantlán en los años 50 y 60, además de los nacientes intereses mineros que mantienen a la fecha fuertemente condicionada a la comunidad aborigen.
Ese extravío de papeles hizo que la restitución se revirtiera a un proceso de dotación de ejidos que si bien otorga alrededor de 50 mil hectáreas entre dotación y ampliación, no sólo se queda lejos de la superficie original, sino que no ha garantizado el goce de los terrenos, y a juicio de los propios aborígenes, ha acelerado la descomposición de la estructura comunitaria, la pérdida de valores culturales, tanto de lengua y vestimenta como el cultivo de especies de maíz, frijol y calabazas “criollas” de la región, uno de los sitios donde se abrió pasó por primera vez la revolución agrícola americana, la domesticación de alimentos que son ahora parte esencial del grupo de productos que alimenta a la humanidad.
Y si estos golpes a los nahuas del sur no han alcanzado igual a los huicholes o wixaritaris del norte, es en buena medida porque en la segunda década del siglo XVIII, con la conquista del Nayar, lograron un acuerdo ventajoso para preservar su cultura mientras los españoles se empeñaban en desmontar el poder e influencia del hermano mayor de la Sierra Madre Occidental, los coras o náyeris.
“Es algo que a antropólogos como Philip Weigand lo llevaban a hablar de la zona nayarita o el gran Nayar, en cuanto a que coras, huicholes y tepehuanes compartían el culto solar, la realización de los mitotes, el culto a los antepasados a través de las momias; los coras nayaritas comenzaban a ser los nuevos líderes regionales, ellos hasta 1722 recibían tributo de huicholes y tepehuanes, lo cual apunta a una unidad política interesante, pero el proceso de la conquista rompe con este esquema, hoy tenemos referencias del tributo de huicholes y tepehuanes, les decían ‘nuestros hermanos mayores’; los huicholes llevan todavía ofrendas a lugares muy específicos en El Nayar, como en algunas partes del río Bolaños o en San Lorenzo Azqueltán”, señala el antropólogo Víctor Téllez.
La otra gran ventaja es que las montañas huicholas fueron remotas hasta hace muy poco tiempo. Pero nada de esto obsta para que las comunidades hayan padecido procesos de división con el empuje de ganaderos mestizos desde los gobiernos estatales de Nayarit, Zacatecas y Durango, con la racista indiferencia de Jalisco, que aún a la fecha, no se ocupa de una de las consecuencias más obvias de esa segunda conquista de sus montañas en los años de la Revolución: que los límites de Jalisco en la zona han sido “tragados” por estados vecinos en más de tres mil kilómetros cuadrados, lo que borra la continuidad territorial entre Tequila y San Martín de Bolaños, y ha obligado a los aborígenes a imaginar, crear y consolidar nuevas instituciones para rescatar su tierra sagrada: eso es la clave histórica para explicar reivindicaciones como Guadalupe Ocotán en Nayarit, cercenado de San Andrés Cohamiata, o Bancos de Calitique en Durango, también despojado a esa comunidad de Mezquitic.
Mientras, la mayor de las comunidades wixaritari, San Sebastián Teponahuaxtlán o Wuaut+a, mantiene un fuerte expediente de restituciones que los tiene enfrentados, con riesgo de violencia, con los ganaderos nayaritas de Huajimic. Jalisco también opera tibiamente en el tema, y el gobierno federal está lejano e indiferente. Apenas se han consumado hasta ejecución dos expedientes, hay en puerta cinco en marzo y abril de este año, pero casi medio centenar de juicios no han llegado. La magnitud del despojo rebasa diez mil hectáreas, sólo van unas 240 ha.
Los temas de comunidades indígenas y tenencia de la tierra ameritarían explorar los graves problemas padecidos en comunidades tradicionales ubicadas, por el avance de la ciudad, en el área metropolitana de Guadalajara: Tlaquepaque, Tlajomulco, Tonalá, Tateposco, Santa Ana Tepetitlán, San Juan de Ocotán, Zapopan, Mezquitán o San Esteban, merecen una observación detenida: han sido teatro de despojos para incorporar tierra barata a negocios inmobiliarios de gran calado. También es útil pasar el lápiz por otras regiones muy presionadas por proyectos de infraestructura, minería o desarrollos turísticos: Barra de Navidad, Tomatlán, Cabo Corrientes, Puerto Vallarta, Cuzalapa, y fuera del estado, pero cerca de su corazón indígena, el emblemático proyecto hidroeléctrico de Las Cruces, que afecta tierras coras y la vieja relación con sus primos huicholes, así como el mítico peñón de Haramaratsie, en el antiguo puerto de San Blas.
No se debe perder de vista que si algo han hecho por décadas los indígenas y sus agentes es usar los instrumentos del derecho para hacer valer sus propósitos. No es casual la pionera recomendación 122/95 emitida por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), que obligaba a Jalisco y Colima a resolver sus diferendos en la zona de Ayotitlán (cosa no resuelta a la fecha).
El otro mito que hay que diseccionar en el caso de las comunidades indígenas es relativo a la calidad de los derechos humanos que se respetan en su interior. La misma región huichola, sumida en controversias por expulsión de comuneros que han adoptado confesiones cristianas protestantes, obliga a matizar: si bien, la decisión se puede comprender en el contexto de su vieja lucha de preservación cultural (con todos los riesgos que entraña, el mayor de ellos, su derrota ineludible ante la influencia corrosiva de los moldes tradicionales que trae cualquier versión de la modernidad), sin duda es contradictoria si el reclamo de respeto exigido al mundo mestizo parte de ese mismo bagaje de principios de la Declaración de los Derechos del Hombre que es fundamento de las Naciones Unidas. Y la libertad religiosa, de ideas y expresión, es fundamento de los derechos humanos.
Esto toca sin duda el caso de los derechos de las mujeres: en todo el país se ha documentado ampliamente esa inequidad que llega a lo ampliamente discriminatorio. Un síntoma indudable de búsqueda de salud es la designación de una vocera jalisciense, del pueblo Nahua de Tuxpan, María de Jesús Patricio, para buscar una candidatura presidencial simbólica en 2018 que encarna en buena medida el reclamo de los días del zapatismo chiapaneco que incendió al país en los años 90: “nunca más un México sin nosotros”. Pero el proceso demanda una vigilancia institucional permanente, y un fuerte proceso educativo que retire los miedos sobre el papel que el elemento femenino –se ha demostrado en muchas partes- puede desempeñar para llevar al desarrollo “desde adentro” de las comunidades.
Evidentemente hay la necesidad de un gran proceso de reconciliación con las instituciones nacionales, ante el agotamiento del modelo clientelar que tantos dividendos dio al PRI-sistema en el pasado. Más obligado aún, ante la presencia indiscutible, cruenta, ominosa, de grupos de criminales en buena parte de las montañas de Jalisco y México, con toda la carga de desafío a las instituciones y de daño y violencia a las poblaciones locales. Es fundamental arrancar a los pueblos indios de las garras de los nuevos encomenderos, de estos nuevos señores feudales.
La capacidad humana por excelencia, dijo en un momento memorable el gran Cornelius Castoriadis, es la imaginación. La imaginación enciende la capacidad de cooperación a través de mitos compartidos por cientos o miles de humanos, y si bien, estos mitos siempre podrán y deberán ser discutidos, se mantienen como el mejor vehículo para articular un proceso civilizatorio que demanda reparaciones mayores si se desea que siga incluyendo a tantos millones de mexicanos diferentes que también son México; esos sujetos y espacios de la otredad que es perplejidad para “el inevitable hombre blanco” (Jack London).
Agustín del Castillo
Lo indígena se mantiene como un mito difícil de desarticular con herramientas críticas. Fue una de las grandes reivindicaciones de la Revolución Mexicana, y un reconocimiento que ha dado vista a la enorme y heterogénea realidad que alberga el país demográfica y culturalmente más indio de América. Pero cuando se mira de cerca el proceso, salen las grietas y los resquebrajamientos.
Partamos de lo histórico. En grandes líneas, el derecho indígena que se aplica en México y que deriva de la gesta de 1910, es heredero de las Leyes de Indias generadas por el imperio español. Esta normativa colonial proteccionista y vindicadora del derecho al territorio fue primero materia de reclamaciones del bando conservador, sencillamente porque los liberales del siglo XIX, entre ellos, algunos insignes indígenas, no consideraron importante mantener la pluriculturalidad del país, y por el contrario, la veían como amenaza: lo más compasivo que se les ocurría era la posibilidad de integrar a los aborígenes al país mestizo. También veían un obstáculo insalvable en las formas de organización, producción y tenencia de territorio y recursos por miles de comunidades que llenaban la geografía del país de extraños originales, la perpleja otredad a los ojos de una república que anhelaba sentarse a la mesa de las naciones modernas y del capitalismo triunfante. Esto de algún modo maridó en luchas a los aborígenes con la iglesia católica, donde la versión liberal fue derrotada por el extremismo de los bandos y también el grupo tradicional luchaba por privilegios heredados del régimen colonial. El caso de Manuel Lozada, muy bien estudiado por Jean Meyer, es modélico.
La fatal incomprensión de los liberales al tema indígena fue parte de los cobros que buscó aplicarle la insurrección social, donde el zapatismo retoma la bandera de Lozada, pero en general, el tema encuentra eco en muchos de los líderes que a la postre ganaron la Revolución. La bandera de “Tierra y Libertad” (mismo eslogan de los rebeldes populistas abanderando campesinos, y posteriormente del partido eserista, tanto en la Rusia zarista decimonónica como en la que alumbra la revolución de octubre: Zemlia i Volia, ¿Quién dijo que hace dos siglos no había mundialización?) fue una proclama que se degradó con el manoseo.
El gobierno hace actos de justicia al regresar las tierras a sus dueños legítimos, pero no se debe dejar de señalar la demora entre la Constitución de 1917, la emisión de decretos restitutorios (para las regiones indígenas de Jalisco eso ocurre sobre todo en los años 50 y 60), y la ejecución de los mismos (no ha culminado un siglo después).
¿Cómo hacer de lado las construcciones de una burocracia agraria y un aparato de justicia, fuertemente expuestos a la arbitrariedad del poderoso en turno –el gobernador, el presidente- y al juego de los intereses? El caso de los nahuas en Ayotitlán es muy interesante, pues se ha documentado que los títulos virreinales que poseían –las leyes agrarias y el artículo 27 daban valor definitorio a la existencia de títulos reales emitidos en el periodo colonial para sacar adelante restituciones- fueron “extraviados” oportunamente por abogados ligados a madereros que desangraban la Sierra de Manantlán en los años 50 y 60, además de los nacientes intereses mineros que mantienen a la fecha fuertemente condicionada a la comunidad aborigen.
Ese extravío de papeles hizo que la restitución se revirtiera a un proceso de dotación de ejidos que si bien otorga alrededor de 50 mil hectáreas entre dotación y ampliación, no sólo se queda lejos de la superficie original, sino que no ha garantizado el goce de los terrenos, y a juicio de los propios aborígenes, ha acelerado la descomposición de la estructura comunitaria, la pérdida de valores culturales, tanto de lengua y vestimenta como el cultivo de especies de maíz, frijol y calabazas “criollas” de la región, uno de los sitios donde se abrió pasó por primera vez la revolución agrícola americana, la domesticación de alimentos que son ahora parte esencial del grupo de productos que alimenta a la humanidad.
Y si estos golpes a los nahuas del sur no han alcanzado igual a los huicholes o wixaritaris del norte, es en buena medida porque en la segunda década del siglo XVIII, con la conquista del Nayar, lograron un acuerdo ventajoso para preservar su cultura mientras los españoles se empeñaban en desmontar el poder e influencia del hermano mayor de la Sierra Madre Occidental, los coras o náyeris.
“Es algo que a antropólogos como Philip Weigand lo llevaban a hablar de la zona nayarita o el gran Nayar, en cuanto a que coras, huicholes y tepehuanes compartían el culto solar, la realización de los mitotes, el culto a los antepasados a través de las momias; los coras nayaritas comenzaban a ser los nuevos líderes regionales, ellos hasta 1722 recibían tributo de huicholes y tepehuanes, lo cual apunta a una unidad política interesante, pero el proceso de la conquista rompe con este esquema, hoy tenemos referencias del tributo de huicholes y tepehuanes, les decían ‘nuestros hermanos mayores’; los huicholes llevan todavía ofrendas a lugares muy específicos en El Nayar, como en algunas partes del río Bolaños o en San Lorenzo Azqueltán”, señala el antropólogo Víctor Téllez.
La otra gran ventaja es que las montañas huicholas fueron remotas hasta hace muy poco tiempo. Pero nada de esto obsta para que las comunidades hayan padecido procesos de división con el empuje de ganaderos mestizos desde los gobiernos estatales de Nayarit, Zacatecas y Durango, con la racista indiferencia de Jalisco, que aún a la fecha, no se ocupa de una de las consecuencias más obvias de esa segunda conquista de sus montañas en los años de la Revolución: que los límites de Jalisco en la zona han sido “tragados” por estados vecinos en más de tres mil kilómetros cuadrados, lo que borra la continuidad territorial entre Tequila y San Martín de Bolaños, y ha obligado a los aborígenes a imaginar, crear y consolidar nuevas instituciones para rescatar su tierra sagrada: eso es la clave histórica para explicar reivindicaciones como Guadalupe Ocotán en Nayarit, cercenado de San Andrés Cohamiata, o Bancos de Calitique en Durango, también despojado a esa comunidad de Mezquitic.
Mientras, la mayor de las comunidades wixaritari, San Sebastián Teponahuaxtlán o Wuaut+a, mantiene un fuerte expediente de restituciones que los tiene enfrentados, con riesgo de violencia, con los ganaderos nayaritas de Huajimic. Jalisco también opera tibiamente en el tema, y el gobierno federal está lejano e indiferente. Apenas se han consumado hasta ejecución dos expedientes, hay en puerta cinco en marzo y abril de este año, pero casi medio centenar de juicios no han llegado. La magnitud del despojo rebasa diez mil hectáreas, sólo van unas 240 ha.
Los temas de comunidades indígenas y tenencia de la tierra ameritarían explorar los graves problemas padecidos en comunidades tradicionales ubicadas, por el avance de la ciudad, en el área metropolitana de Guadalajara: Tlaquepaque, Tlajomulco, Tonalá, Tateposco, Santa Ana Tepetitlán, San Juan de Ocotán, Zapopan, Mezquitán o San Esteban, merecen una observación detenida: han sido teatro de despojos para incorporar tierra barata a negocios inmobiliarios de gran calado. También es útil pasar el lápiz por otras regiones muy presionadas por proyectos de infraestructura, minería o desarrollos turísticos: Barra de Navidad, Tomatlán, Cabo Corrientes, Puerto Vallarta, Cuzalapa, y fuera del estado, pero cerca de su corazón indígena, el emblemático proyecto hidroeléctrico de Las Cruces, que afecta tierras coras y la vieja relación con sus primos huicholes, así como el mítico peñón de Haramaratsie, en el antiguo puerto de San Blas.
No se debe perder de vista que si algo han hecho por décadas los indígenas y sus agentes es usar los instrumentos del derecho para hacer valer sus propósitos. No es casual la pionera recomendación 122/95 emitida por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), que obligaba a Jalisco y Colima a resolver sus diferendos en la zona de Ayotitlán (cosa no resuelta a la fecha).
El otro mito que hay que diseccionar en el caso de las comunidades indígenas es relativo a la calidad de los derechos humanos que se respetan en su interior. La misma región huichola, sumida en controversias por expulsión de comuneros que han adoptado confesiones cristianas protestantes, obliga a matizar: si bien, la decisión se puede comprender en el contexto de su vieja lucha de preservación cultural (con todos los riesgos que entraña, el mayor de ellos, su derrota ineludible ante la influencia corrosiva de los moldes tradicionales que trae cualquier versión de la modernidad), sin duda es contradictoria si el reclamo de respeto exigido al mundo mestizo parte de ese mismo bagaje de principios de la Declaración de los Derechos del Hombre que es fundamento de las Naciones Unidas. Y la libertad religiosa, de ideas y expresión, es fundamento de los derechos humanos.
Esto toca sin duda el caso de los derechos de las mujeres: en todo el país se ha documentado ampliamente esa inequidad que llega a lo ampliamente discriminatorio. Un síntoma indudable de búsqueda de salud es la designación de una vocera jalisciense, del pueblo Nahua de Tuxpan, María de Jesús Patricio, para buscar una candidatura presidencial simbólica en 2018 que encarna en buena medida el reclamo de los días del zapatismo chiapaneco que incendió al país en los años 90: “nunca más un México sin nosotros”. Pero el proceso demanda una vigilancia institucional permanente, y un fuerte proceso educativo que retire los miedos sobre el papel que el elemento femenino –se ha demostrado en muchas partes- puede desempeñar para llevar al desarrollo “desde adentro” de las comunidades.
Evidentemente hay la necesidad de un gran proceso de reconciliación con las instituciones nacionales, ante el agotamiento del modelo clientelar que tantos dividendos dio al PRI-sistema en el pasado. Más obligado aún, ante la presencia indiscutible, cruenta, ominosa, de grupos de criminales en buena parte de las montañas de Jalisco y México, con toda la carga de desafío a las instituciones y de daño y violencia a las poblaciones locales. Es fundamental arrancar a los pueblos indios de las garras de los nuevos encomenderos, de estos nuevos señores feudales.
La capacidad humana por excelencia, dijo en un momento memorable el gran Cornelius Castoriadis, es la imaginación. La imaginación enciende la capacidad de cooperación a través de mitos compartidos por cientos o miles de humanos, y si bien, estos mitos siempre podrán y deberán ser discutidos, se mantienen como el mejor vehículo para articular un proceso civilizatorio que demanda reparaciones mayores si se desea que siga incluyendo a tantos millones de mexicanos diferentes que también son México; esos sujetos y espacios de la otredad que es perplejidad para “el inevitable hombre blanco” (Jack London).
Agustín del Castillo
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