miércoles, 23 de noviembre de 2011

Pasaje a la necrópolis del oriente


Día de Muertos entre 250 mil vivos en el Panteón Guadalajara, con los festejos y llantos de la Guadalajara popular


Guadalajara. Agustín del Castillo. MILENIO-JALISCO. Edición del 3 de noviembre de 2011

Necrópolis quiere decir, en griego, “ciudad de muertos”. El panteón Guadalajara, que alguna vez se denominó “nuevo”, comenzó a operar en 1952 y es sin duda una de las grandes necrópolis del país, con 24 hectáreas de superficie en las que acumula cientos de miles de fallecidos que ayer fueron recordados por 250 mil vivos.

Este cementerio está enclavado en el corazón del oriente de la metrópoli, esa zona que suele mantenerse al margen de los grandes sucesos —el último, los Juegos Panamericanos— pero que es fuente donde abreva la plural y cambiante identidad de la Perla Tapatía.

El día de los fieles difuntos es aquí un jolgorio de colores, estados de ánimo y mercancías para el alma y el cuerpo: las calles aledañas, San Ignacio, Igualdad, Abundancia, están llenas de puestos que ofrecen música ya olvidada —la disco de los setenta— o imperiosamente actual, como las distintas versiones del norteño; elotes, helados, mariscos, tacos sudados; ropa pirata, imágenes de vírgenes y santos, cachuchas, agua embotellada; golosinas y juegos mecánicos para los niños aburridos de la rara solemnidad de sus mayores en los caminos del camposanto.

Adentrados en éste, se aprietan los viandantes por la calle principal; los bomberos, paramédicos y policías observan el río de humanidad; el director de cementerios, Samuel Zamora Vázquez, señala con orgullo la tranquilidad de la jornada; chalanes de todas las edades ofrecen agua, flores, escobas y sudor para limpiar criptas empolvadas por 54 semanas de olvido, y corren de un lado a otro como espíritus chocarreros.

“Yo creo que todos los días deberían ser Día de Muertos, porque nuestros seres queridos los recordamos siempre; yo trabajo aquí, gano unos pesos por ayudar a la gente a limpiar y adornar sus tumbas, y además visito a mi papá, a mi mamá, a mis cuatro hermanos, todos están aquí”, señala doña María de los Ángeles Olivares, que junto con sus hijos menores ofrecen refrescar los túmulos funerarios por unas monedas.

La tristeza y la alegría se mezclan entre los callejones de nombres sombríos, fuertemente improntados por la imaginería del catolicismo romano: calzada de los Muertos, calzada de Todos los Santos, San Daniel, San Gabriel. Los muertos beben cerveza o Coca Cola, escuchan los melancólicos acordes de “tres tumbas” mientras la señora treintona de cabellos amarillos de artificio se sienta resignada en silencio y los hijos le urgen que deje en paz a Panchito, que sólo vivió dos años; a Juana Ramírez, que nació en 1938 y acaba de partir, y a María de Jesús González de López, que nació en 1932 y partió al reino de los muertos en 1994, las tres tumbas que parecen dolerle todavía.

Otros muertos visten en sus lápidas la casaca de las Chivas o el Atlas, tienen cirios encendidos como la canción que solía cantar Javier Solís y que se escucha a lo lejos, perdida en esta república normalmente silenciosa; algunos difuntos tienen mausoleos, o planchas de granito, o monumentos de cemento rústico o simples alojamientos de tierra con cruces de madera, como perpetuación de la división de clases que se supone, el camposanto exorciza. Parece que no.

“Nosotros venimos desde hace diez años a ver a una hermana que se nos fue”, explica Juana Gutiérrez; dice que también se da la vuelta el día de cumpleaños de su consaguínea junto con su madre, doña Guadalupe Velasco Palomera. La muerte le asusta, pero a la progenitora, que tiene más de 84 años, le parece ya que es una condición natural de la vida. “A mi edad esas cosas se ven como muy normales”, añade sentenciosa.

Es Día de Muertos, la necrópolis y los vivos en breve maridaje.

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