Desde ayer llegan fieles y devotos a los panteones de la zona metropolitana para visitar a sus difuntos. Mezquitán, el cementerio “vivo” más antiguo de la ciudad; hay 41 camposantos que recibirán 1.5 millones de personas este día
Guadalajara. Agustín del Castillo. MILENIO-JALISCO. Edición del 2 de noviembre de 2011
Dicen que la cultura nació cuando los humanos comenzaron a honrar a sus muertos, hace decenas de miles de años. Mucho después, se pensó que la muerte era pasaje para otra vida. Doña Azucena Segura, vendedora de flores fúnebres a la entrada de la necrópolis de Mezquitán, así lo entiende: “Yo hace como 24 años ayudé a un alma en pena a irse... aquí en este mero panteón”, dice de quedito, mientras su patrona Blanca, que la ha sorprendido en sus “confesiones”, la fustiga por mentirosa, y le pide que ya se ocupe en arreglar los ramos de cempasúchil que demandan los presurosos parroquianos.
Es la gran visita anual a los camposantos, tras un largo año de olvido. Ayer fue el Día de Todos los Santos, pero la gente comenzó a llegar a este vasto cementerio que cumple ya 115 años abierto, y alberga a más de 400 mil “durmientes” (si uno se atiene al significado original de la palabra griega), pocos relativamente, pues es la principal ciudad de muertos de la urbe, que ha vivido por casi 470 años.
Mezquitán y el 2 de noviembre son el lugar y la ocasión perfecta para que Mónica Yazmín Silva Bravo y sus hermanas, todas güeras y oriundas de Balcones de la Cantera, en Zapopan, se ganen unos pesos por llevar baldes y escobas, acomodar flores y limpiar tumbas que son espectáculo de la desmemoria: “Me dan lo que sea, de 20 a 50 pesos, siempre hay trabajo”, explica con timidez, mientras muchos chiquillos más corren por los pasajes del panteón y fabrican imágenes de extraña alegría y despreocupación que contrastan con los túmulos severos y las miradas serias, algunas apesadumbradas, de visitantes con luto ostensible.
Pero los viejos son los que tienen la visión más serena: “Morir es algo muy natural, cómo no voy a verlo así, ya he pasado por tres infartos y aquí sigo”, dice don Ezequiel Gómez. “Pero cuando te están dando los ataques te ves muy asustado”, repone su mujer, lo que arranca risillas del hombre de 76 años, y el reconocimiento de que es su esposa quien se ocupa de mantenerlo más tiempo entre los vivos.
Su mujer trae unas “lluvias”, flores que le encantaban a su suegra, que duerme desde hace más de 20 años bajo su fría lápida de granito, recientemente saqueada: “Hay que temerles a los vivos”, decía la abuela. “Nos aseguraron que atraparon a los ladrones, no hay que temer”, añade el anciano.
Matilda Covarrubias, de Chiquilistlán, ha acudido a visitar a su hermana, que era religiosa. Señala que se debe aceptar la muerte “porque es lo que Dios quiere”. No hay muchas voces escépticas en ese lento transcurrir por los caminos y veredas del cementerio, pero algunas mujeres vestidas de forma artificiosa, con ropa oscura como la nada y maquillaje sombrío como los aparecidos, se tomaron fotos entre ángeles y rejas, en homenaje a una visión moderna en que se muere simplemente para desaparecer.
Ayer, los visitantes se contaron apenas por cientos y sumaron a la larga unos puñados de miles, entre vendedores de flores y limpiadores de tumbas, mientras en las zonas aledañas se presentaban problemas de vialidad. Hoy se pretende recibir millón y medio de personas en los 41 camposantos citadinos.
Pasado mañana será de nuevo el olvido. Azucena seguirá contando a los desocupados su historia de aparecidos: “Yo no sé su nombre, no me lo dijo; ni el de la familia, sólo me dio el domicilio y les dije que lo ayudaran a pagar la deuda para que dejara de penar”, se justifica; siempre regañada por su jefa, que no la baja de embustera.
La muerte como tránsito o como acabamiento. Pero en los panteones civiles, sólo resucita una vez al año.
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