viernes, 22 de marzo de 2019

La Cuesta, la historia de un mundo desaparecido


Agustín del Castillo/Talpa de Allende-NTR

Don José de Jesús Torres Arreola vio la luz en 1952; La Cuesta tenía casi cuatro décadas cerrada al mundo tras el declive de la economía de las haciendas y el cese de la extracción de metales y madera, que habían ubicado en la economía global este remoto territorio entre los aún tupidos bosques de la Sierra Madre del Sur.

Una década después de su nacimiento, ya había comenzado una nueva prosperidad, más modesta y específica: la de los cafetales.  “Yo tenía unos 10 ó 12 años, estaba en la escuela, y en aquel tiempo salíamos de clases y nos íbamos a tardear, a tratar de juntar alguito de café, para ganar centavitos; el café en aquel tiempo valía dinero, porque un costalito eran dos medidas, cuatro kilos, y daba para comprar un semanario, el lonche para una semana, ponga 500 o mil pesos de ahora”.

En ese entonces había más superficie dedicada al café, “como tres o cuatro tantos más, porque muchas partes grandes se quemaron o las abandonaron con el tiempo, cuando la economía dejó de redituar, le metieron fuego y pusieron pastura, empasturado, para el ganado (…) pero se conservan muchos cafetales en todos lados”.

– ¿Cómo era la vida en La Cuesta?

– Pues tengo 68 años ya,  y me platicaba mi mamá que antes de haber café había cañaverales, aquí había mucha agua y mucha molinada , desde cárcamo hasta molienda con caballo,  la que va dando vuelta; era la tradición de la caña, porque ellos estaban moliendo cuando eran chicos, y también de la tienda, tenían que llevarle a su papá algo, un lonche; él trabajaba en las moliendas, y entonces ellos pasaban por los cañaverales (…) había mucha acequia por los cerros, yo todavía conocí una molienda para el rumbo de La Higuerita, por la Concha (de Bramador) a un lado; íbamos a la panocha y a la azúcar; el café lo trajeron los hacendados de Arabia (sic), pero fue después que se hizo tan importante.

– El café en su infancia trajo economía, pero ¿vivían aislados?

– Sí, en ese tiempo carecíamos de carretera, en aquel tiempo no había carros aquí, había dos o tres camionetas, el camino era con pura remuda, y se llegaba a pie, como peregrino, una carretera rústica y angostita (…) la gente hacía seis horas a pie a Talpa, y si salían en camioneta y no se ponchaba, hacían tres o cuatro horas; pero el camino se derrumbaba en tiempos de agua, y duraba como una semana en volverse a abrir; a mí me tocó cuando estaba chico ir a ayudar a destapar el camino con carros grandes, que bajaban al aguacate, porque había mucho aguacate silvestre por aquí; y luego se usaban mucho los puercos, como había mucho aguacate, toda la gente criaba puercos con aguacate, era bonito en aquel tiempo.

Todo era ir a Talpa, porque ni a Llano Grande ni a Tomatlán, en una costa que estaba igual de aislada, se aventuraban. “Sabíamos que era un municipio rico, pero el camino era más lóbrego”.

Una tierra marginada significa problemas en servicios. La salud, por ejemplo. “Para picados de alacrán, como en todo, la gente antigua tenía mucho conocimiento en yerbas, pero alguna gente que no, pos Dios la guardaba, pero si la libraban, salían adelante, le sufrían. Así pasaba también con los partos, para todo salían adelante con los yerbajes”.

Ya había escuela primaria, “y a mucha honra debo decir que en matemáticas, los dictados y los cálculos mentales,  la raza que tiene secundaria de aquí, los más jóvenes, no los sacan como yo; yo les respondo bien fácil y veo cómo le batallan para operaciones tan simples. No entiendo, les tocó tener secundaria y prepa, y nomás había primaria en ese entonces”.

Además de una primaria, un camino precario y mucha herbolaria, había “una fabriquita de jugos de tarrito, de tamarindo; había cine, había billar, había hasta plaza de toros, y parece que la raza nueva se está enfocando a irse, ya no quiere eso”. No los culpa del todo: él también trabajó en Estados Unidos y lo que sacó fue para construir su casa. Pero regresó hace mucho porque estaba aferrado a salir adelante en su pueblo.

Está integrado al grupo de trece familias que se ha propuesto convertir de nuevo al café en fuente de prosperidad. Pero sabe de la necesidad de diversificarse. Por eso, en sus correrías por el país consiguió cacao veracruzano, lo implantó, le prosperó. Ahora disemina, entre los cafetaleros, semillas de ese fruto del que los antiguos mexicanos extrajeron una maravilla llamada chocolate, esa sustancia que para mucho produce felicidad.

“Yo lo tengo en el vivero comunitario, yo mismo puse los palos, y se ha dado muy bien, es un clima parecido a la zona de Veracruz de dónde viene”. Don José de Jesús espera que enriquezca las posibilidades, y que la juventud, que no deja de migrar, recupere el interés y el amor por restaurar un mundo desaparecido.

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