jueves, 4 de junio de 2015
Los pasajes a una sierra que de nuevo es solitaria
Los ritmos provincianos no compensan la crisis provocada por la huida del turismo.
Agustín del Castillo / Guadalajara. MILENIO JALISCO.
“Aquí nunca pasa nada”, dice doña Juana desde la tienda, con un dejo de desconfianza, cuando ve a los fuereños bajar del vehículo que ha cubierto una larga y accidentada brecha desde las tierras altas de San Sebastián del Oeste, justo para toparse con un río que ya impide seguir: el cristalino riachuelo encañonado es el que explica por qué Santa Ana-San Joaquín forman un caserío alargado en el áspero contorno tropical de la serrana demarcación, fundamentalmente campesina.
Pasa de las cuatro de la tarde, y el calor agobia. Los chamacos se asoman desde las modestas casas de adobe, ladrillo y láminas que subrayan su condición marginal. Algunos carros medio destartalados, vacas flacas que pastan el agostadero vecino, muchas casas abandonadas. Los intercambios comerciales se limitan a lo que ofrece el tendejón: las papitas de sabritas, las cocas y los seven up, las galletas gamesa, puros emblemas de un capitalismo que engorda a cientos de kilómetros, indiferente a la suerte de este puñado de residentes.
¿Un lugar inseguro? “No, vivimos muy tranquilos”, los hombres van a los potreros a mover el ganado, a darle de comer y agua, a revisar las siembras; las señoras lavan ropa cuando baja el sol, y los niños que buscan romper la monotonía. Hay imágenes religiosas, estamos entre creyentes que van en sus fiestas con la virgen de Real Alto –más resonancias bíblicas- pero que en pocas ocasiones han visto a religiosos descender a su purgatorio de laderas desmontadas, con matorrales secos y algunas parotas y zalates lujuriantes a la orilla de la corriente transparente, donde empieza este mundo en el que no se va a ninguna parte.
La tranquilidad no es impostura, pese a la mala fama que de dos meses a la fecha ha asolado las montañas que rodean a Puerto Vallarta. Desde dos horas atrás, el vehículo sólo ha visto el polvo que levanta la terracería, casas desocupadas, perros inquietos, un bosque tupido y frío en la parte de arriba, justo la que rodea el santuario de Real Alto, un edificio colonial que captura periódicamente los fervores regionales.
La cúspide de este mundo es el cerro de La Bufa, accesible en auto y a pie. Al atardecer, las nubes provenientes de la bahía de Banderas dan un espectáculo onírico: la niebla invade el bosque húmedo. En el mirador la vista debería asomarse hacia el mar, pero la tupida cortina de vapores condena a permanecer en la antesala del empíreo. El escenario sería perfecto si no fuera por la basura acumulada en dos tambos, la nota pecaminosa de una perfección por otro lado inexistente.
El retorno a San Sebastián, el santo martirizadoque cantó Debussy, será sin tropiezos. Esta tarde, el pueblo también ha sido envuelto por espectros vaporosos, aunque los comerciantes viven angustiados por otro tipo de ausencias: la de los turistas que huyeron en cuanto se contaron relatos de horror y sangre en las fronteras de las montañas. La derrota de la economía es el regreso a la soledad de 20 años atrás, como pesadilla de eternos retornos.
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