domingo, 23 de agosto de 2009

UNA PURÉPECHA TAPATÍA


Bruna González Morales. Migrante indígena michoacana. Foto: Tonatiuh Figueroa

PUBLICO EN PRIVADO

Guadalajara. Agustín del Castillo. Público-Milenio
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Doña Bruna González Morales salió de Sicuicho, Michoacán, hace casi cuatro decenios, porque su familia no tenía un pedazo de tierra qué cultivar y se pasaban peores hambres y mayores miserias que en los momentos más malos que ha enfrentado en su larga estadía en Guadalajara, adonde más pertenece, si es verdad que los humanos son hijos del tiempo: 28 años, franqueando ya la mitad de su vida.

“No teníamos nada, me fui primero a los 18 años a Paracho, allí vendía tortillas; luego nos venimos para acá; en Sicuicho, no había cómo mantenerse y ahora sí, hubo un muchacho que enseñó a hacer huertas de aguacate. Los que no tienen tierras ya pueden trabajar de peones, porque hay mucha huerta, pero antes no había nada”, señala esta indígena purépecha o tarasca; la suya fue una de las primeras familias de esa etnia que se asentaron en la perla tapatía moderna.

En Paracho, al que arribó ya casada y con hijos, permaneció diez años, pero con ocho chamacos, el precario subempleo no daba para vivir. “Entonces me dijo una persona, empleada doméstica, que en esta ciudad había empleo, y yo tenía una hija de trece años que podía servir, y me vine con toda la familia; mi hija entró a trabajar a una casa por el rumbo de Los Arcos y todos nos acomodamos […] llegamos a vivir a un parque con muchos árboles, por el rumbo de plaza del Sol, hicimos una casita de plástico, pero nos corrieron pronto porque era parque; entonces encontramos un empleo de veladores en la colonia Chapalita, y nos mudamos […] así pasamos muchos años, de un empleo a otro, siempre de veladores”, subraya doña Bruna.

No era fácil, pues no los querían con niños. “En un lugar no nos los aceptaron, así que los escondía en el día, me los llevaba a un parque y ahí les daba de almorzar, y de comer y ya en la noche los traía. Batallé mucho hasta hallar otro trabajo donde sí me aceptaran con mis hijos”, refiere.

La consecuencia lógica: los muchachos no iban a la escuela. “Pos no, no los pude entrar aquí, estudió nada más la grande, pero hasta cuarto año nomás, hasta hoy me dicen que tenían todos ganas de estudiar y yo no los pude meter”, admite con pesadumbre.

Hoy habita en un asentamiento precario en Zapopan, muy cerca del cerro del Colli y del bosque La Primavera, bautizado 12 de diciembre, en honor a la Virgen de Guadalupe, donde dos de sus hijos tienen casa. Su prole la ha hecho repetidas veces abuela. Algunos de ellos también migraron, pero no de regreso a la fría meseta de su estado natal, sino hacia los gélidos páramos de América del Norte.

“Tengo dos en Estados Unidos, trabajando en el tabaco, en Kentucky […] me dicen que también están en crisis por allá, y mis nueras me dicen que no les están mandando dinero, pero yo les digo que no sé nada de ellos, que nomás se casaron y se olvidaron de mí, y tienen rete hartos hijos, como seis cada uno, ya tengo mucho nietos. Tengo una que nomás terminó la prepa y ya no pudo seguir por la falta de recursos, se llama Elizabeth; otra se llama Carolina, y tampoco pudo […] trabajan en el tianguis, vendiendo ropa, y de ahí sale para sostenernos”.

Es un destino común a los miles de indígenas que migraron a Guadalajara. Invisibles, sin oportunidades, frecuentemente ilegales, desarraigados. Doña Bruna, para no perderlo todo, no deja de practicar su vieja lengua, y cuando le sobra un dinerito, toma el camión y visita la tierra de sus ancestros. Su esposo David falleció hace ocho años de una enfermedad súbita. Pero lo que no se le muere es la esperanza de que los suyos logren un mejor futuro.

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