Los hijos de la meseta michoacana, marginados en la colonia 12 de Diciembre. Más de tres mil hablantes de esta lengua indígena viven en la zona metropolitana de Guadalajara, a donde llegaron huyendo de la pobreza endémica de sus tierras boscosas. Fotografías de Tonatiuh Figueroa
Guadalajara. Agustín del Castillo. PÚBLICO-MILENIO
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Se les conoce como “la gente común”, pero también son “los que van de visita”. Son los purépechas de la meseta michoacana. El reino de sus ancestros se extendía hasta el sur de los actuales Estados Unidos, hace cinco siglos, y resistió ejemplarmente el imperialismo mexica. Perdieron casi todo. Hoy siguen peregrinando, y han llegado por miles a la zona metropolitana de Guadalajara, huyendo de la miseria de sus pueblos fríos. Pero siguen pobres y marginados.
Sus principales asentamientos se ubican en tierras ejidales al poniente del Periférico. Casas de cartón, de láminas o de materiales a medio construir; de diez a 25 miembros por finca; combustible de leña o basura, muy ocasionalmente gas; cocina tradicional, con grandes comales y fogón que hace el aire irrespirable; agua en tambos, de lluvia o de algún surtidor cercano, de dudosa higiene. Dieta variable: desde carne, esos raros días especialmente pródigos en ingresos o en que hay algo qué festejar, hasta los cotidianos quelites y nopales del cerro del Colli o las verduras desechadas del mercado de abastos.
Niños ventrudos, a medio vestir, con ropas raídas, que juegan entre los hilos de aguas negras que salen de las casas en calles que no existen, llenas de escombro y desniveles que hacen imposible el paso de los vehículos. Casi nadie va a la escuela.
Sus padres llegaron hace diez, 20 o hasta 30 años; se dedicaron al trabajo físico, extenuante: peones de albañil, cargadores, tareas agrícolas. Los más afortunados lograron empleo como veladores de fincas y pudieron alojar a sus familias, bajo la condición de que los niños no gritaran, jugaran ni cantaran. “Los escondíamos de día”, dice doña Bruna.
Otros lograron recuperar sus viejos oficios artesanales, el mueble de pino tradicional de los bosques michoacanos, que se ofrecen en algunos sitios de la ciudad, si es que la policía y la dirección de Reglamentos del municipio correspondiente no los persigue por violar el incólume Estado de derecho.
Pobres entre los pobres, parecen ser pobres sin esperanza. La educación no está redimiendo a la “gente común”. Los chamacos suelen ser mal recibidos en las escuelas públicas de la zona, y se atribuye su bajo rendimiento escolar a alguna tara mental o de raza, cuando simplemente deriva de la mala alimentación y de la falta de empuje de sus progenitores, que no creen ese discurso de que estudiar sirva de algo. Por el contrario, los niños pronto se suman a la fuerza laboral de la unidad familiar, y agarrar un libro o escribir un apunte deja de ser importante. Faltan muchos días a la semana, por orden de los padres, e intentan tímidamente aprobar algunas asignaturas antes de abandonarlo todo en definitiva.
Pocos pasarán del tercer grado de primaria, leyendo pésimo, haciendo cuentas con ceros de menos, asustados de hablar su lengua original, pero igualmente ineficientes en reproducir el español dominante. A lo que sí accederán pronto es al mundo de las drogas y de la vagancia, sobre todo, si las madres, además de no enviarlos a clases, deben abandonarlos toda la mañana para ir a asear alguna casa de las colonias pudientes del otro lado del Periférico.
Algunos niños son “protegidos” de esas acechanzas, amarrados a sus camas por horas mientras la señora regresa. Dios cuidará de que no pase algún accidente, aunque es sabido que el Señor a veces se descuida.
“Uno de los problemas graves de las zonas indígenas es que, como no hay educación en ningún aspecto, y la gran mayoría de las familias son numerosas, en el momento en que hay muchos niños no alcanza el recurso para la alimentación, para la educación, y deben trabajar desde muy pequeños para sostener la casa y resolver así los problemas, y no se puede tener otra forma de acceder a los recursos; entonces no hay una educación para planificar el cómo llevar todo de una mejor manera, por la cultura, porque seguimos con muchas tradiciones de nuestro pueblo, que no están mal, pero necesitamos también modernizarnos para salir de este círculo vicioso”, señala Juan Martín Nicolás Jiménez, uno de los líderes de esta etnia en la ciudad.
El último conteo del INEGI registró 3,187 hablantes de purépecha en la segunda ciudad del país, “la gente común”, la que “va de visita”. Su asentamiento metropolitano ya no tiene visos de ser pasajero, ante la galopante miseria e inseguridad de los pueblos rodeados de pinos en que nacieron, al este.
Estampas
Colonia 12 de Diciembre. Hace dos noches llovió tupido y los vecinos de la casa de Lucrecia Francisco Pérez debieron rescatar los muebles para evitar su pudrición, pues todo quedó encharcado. Las aguas malolientes de un drenaje que no termina de funcionar bien se regresaron y dejaron una pestilencia memorable.
El agua se supone que está instalada, pero se las suelen reducir a un chisguetito, “se me hace que no hay suficiente y nos la racionan”. La luz también ya está instalada, pero los vientos de la tarde la cortan. La mayoría de los lugareños se monta a la red de forma ilegal, con los diablitos encajados en las cuchillas y el cable que cuelga hacia abajo, un paisaje suburbano infaltable.
“Lo bueno es que ayer no llovió de nuevo; si no, estaría ahí el agua y luego viera cómo se pone: es agua apestosa de los drenajes, de los baños, huele feo, a los niños les hace daño, por eso se enferman a cada rato. Yo le decía a mi mamá que juntara a toda la gente de aquí para ir a Zapopan a pedir ayuda, porque esa agua con cada lluvia sale así y, si llueve a diario, uno no puede ni pasar…”, se queja Lucrecia, qué nombre más aristocrático, piensa el observador ante la modesta y atribulada mujer.
En esta finca habitan 25 personas. La adquirieron a un ejidatario de Santa Ana Tepetitlán, cinco cabezas de familia. Hay un solo baño para todos y hay que ducharse con agua fría. En los tiempos de calor les pega el mosquito, pero dicen que la chamacada ya está curtida. En tiempos fríos, “en la tarde están aquí como borreguitos, todos juntos” para darse calor.
—¿Van a la escuela los niños?
—No, ninguno; ellos trabajan en el Mercado de Abastos porque no tienen otro empleo, y nosotras los ayudamos, y los niños nos apoyan en el trabajo.
—¿De qué trabajaban en el Mercado de Abastos?
—Limpiando cebollas. Pero ahorita no hay trabajo, y aquí nos quedamos a cocinar quelites para que coman algo.
A dos cuadras accidentadas está la casa de la señora Juana Santiago, hecha de lámina maciza que ha de matar en los calores, pero soporta bien el agua y el viento. Tiene siete hijos y “su señor”, que anda en la obra, de chalán, por 700 pesos semanales.
Ella va al Mercado de Abastos a traer verdura y fruta de segunda, que vende entre sus vecinas. “Jitomate, cilantro, calabacitas, de todo lo que haya. Ahorita la gente no quiere comprar, dicen que no tienen dinero; mis hijas trabajan en la cebolla y ganan que 60, que 70 pesos, según como salga la cebolla. Les pagan a diez pesos la cajita y ellas ahí les pelan como siete a ocho cajas”. El terreno de su casa le cuesta una mensualidad de dos mil pesos, y apenas lleva año y medio pagándola; faltan cinco años más.
Dos de sus hijos sí van a una escuela, por avenida Guadalupe. “Ellos solitos se van, junto con los niños de la colonia. El mayor va apenas en segundo, pero ha reprobado como tres años porque a veces no puedo mandarlos; a veces ellos también me esperan y yo los junto en el Abastos, pero a veces no puedo mandarlos y por eso reprobaron”. No hay mucha ayuda, salvo una despensa que les provee un templo católico cercano, por 30 pesos mensuales.
—¿Sus hijos se le enferman seguido?
—Sí, dos se me enferman seguido y la otra niña también […] Ella a veces tiene el estómago hinchado, y me dice: “Mamá, no puedo dormir”, y me llora toda la noche.
—¿Le da calentura?
—Pos lo llevaron al centro de salud y le dijeron que tenía una infección, y con ella también, pero nos dan recetas. Medicinas, nomás una vez. Pero me dijeron ahí que todos estaban desnutridos, por la falta de alimentos, pero es que yo no los he podido atender; se necesita dinero para comprar leche, huevos y esas cosas que nutren bien.
—¿No preferiría regresar a su tierra?
—Pos aquí siquiera hay trabajo para mantenerse; allá no hay nada: ni trabajo ni tierra.
Los nuevos y los viejos
María Lucy está casada con Roberto Alemán, y llegó hace tres días a este asentamiento. Vive en una casa de cartón, con piso de tierra, y se roba la luz gracias al apoyo de unos vecinos, que le dieron chance de colgarse de la red.
Llegó en realidad año y medio atrás a la ciudad. Trabajaba y vivía en una bodega, pero la dejaron porque, al terminar la jornada, los encerraban en el jacalón y no podían salir hasta la mañana siguiente. “Y pos ya nos venimos aquí, al menos uno puede andar libre”, señala con alivio, confiada de que saldrán adelante; es cuestión “de trabajarle duro”.
En otro rumbo de la colonia habita doña Concepción García Pérez, que ya suma 23 años de haber llegado. Tiene hijos grandes e incluso algunos ya son tapatíos de nacimiento. El marido sigue laborando en la albañilería, y a veces se queda sin empleo. “Hace poco no tuvo trabajo como unos tres meses, y pos nos íbamos al Mercado de Abastos con las cebollas para limpiarlas. Mis hijos nomás estudiaron hasta la secundaria, había que trabajar…”.
—¿Aunque no les cobren en las escuelas públicas?
—Pos el mayor sí entró a la prepa, estaba por aquí cerquita, pero le cobraban cada semana como cien pesos. Luego un muchacho se me puso mal y le hicieron estudios y estudios, y fue cuando él decidió no estudiar porque ocupaba dinero para sus estudios [...] no se puede hacer todo...
Así es la vida de “la gente común” que “va de visita” por el mundo, según la dificultosa y no muy clara etimología de la palabra purépecha (ver Etimologías políticas michoacanas, de Rodrigo Martínez Baracs). Si su mito fundacional dice que llegaron del norte a los bosques de ese estado, ahora parece que están en el viaje de regreso. Aferrados a permanecer en un mundo indiferente y hostil.
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Se les conoce como “la gente común”, pero también son “los que van de visita”. Son los purépechas de la meseta michoacana. El reino de sus ancestros se extendía hasta el sur de los actuales Estados Unidos, hace cinco siglos, y resistió ejemplarmente el imperialismo mexica. Perdieron casi todo. Hoy siguen peregrinando, y han llegado por miles a la zona metropolitana de Guadalajara, huyendo de la miseria de sus pueblos fríos. Pero siguen pobres y marginados.
Sus principales asentamientos se ubican en tierras ejidales al poniente del Periférico. Casas de cartón, de láminas o de materiales a medio construir; de diez a 25 miembros por finca; combustible de leña o basura, muy ocasionalmente gas; cocina tradicional, con grandes comales y fogón que hace el aire irrespirable; agua en tambos, de lluvia o de algún surtidor cercano, de dudosa higiene. Dieta variable: desde carne, esos raros días especialmente pródigos en ingresos o en que hay algo qué festejar, hasta los cotidianos quelites y nopales del cerro del Colli o las verduras desechadas del mercado de abastos.
Niños ventrudos, a medio vestir, con ropas raídas, que juegan entre los hilos de aguas negras que salen de las casas en calles que no existen, llenas de escombro y desniveles que hacen imposible el paso de los vehículos. Casi nadie va a la escuela.
Sus padres llegaron hace diez, 20 o hasta 30 años; se dedicaron al trabajo físico, extenuante: peones de albañil, cargadores, tareas agrícolas. Los más afortunados lograron empleo como veladores de fincas y pudieron alojar a sus familias, bajo la condición de que los niños no gritaran, jugaran ni cantaran. “Los escondíamos de día”, dice doña Bruna.
Otros lograron recuperar sus viejos oficios artesanales, el mueble de pino tradicional de los bosques michoacanos, que se ofrecen en algunos sitios de la ciudad, si es que la policía y la dirección de Reglamentos del municipio correspondiente no los persigue por violar el incólume Estado de derecho.
Pobres entre los pobres, parecen ser pobres sin esperanza. La educación no está redimiendo a la “gente común”. Los chamacos suelen ser mal recibidos en las escuelas públicas de la zona, y se atribuye su bajo rendimiento escolar a alguna tara mental o de raza, cuando simplemente deriva de la mala alimentación y de la falta de empuje de sus progenitores, que no creen ese discurso de que estudiar sirva de algo. Por el contrario, los niños pronto se suman a la fuerza laboral de la unidad familiar, y agarrar un libro o escribir un apunte deja de ser importante. Faltan muchos días a la semana, por orden de los padres, e intentan tímidamente aprobar algunas asignaturas antes de abandonarlo todo en definitiva.
Pocos pasarán del tercer grado de primaria, leyendo pésimo, haciendo cuentas con ceros de menos, asustados de hablar su lengua original, pero igualmente ineficientes en reproducir el español dominante. A lo que sí accederán pronto es al mundo de las drogas y de la vagancia, sobre todo, si las madres, además de no enviarlos a clases, deben abandonarlos toda la mañana para ir a asear alguna casa de las colonias pudientes del otro lado del Periférico.
Algunos niños son “protegidos” de esas acechanzas, amarrados a sus camas por horas mientras la señora regresa. Dios cuidará de que no pase algún accidente, aunque es sabido que el Señor a veces se descuida.
“Uno de los problemas graves de las zonas indígenas es que, como no hay educación en ningún aspecto, y la gran mayoría de las familias son numerosas, en el momento en que hay muchos niños no alcanza el recurso para la alimentación, para la educación, y deben trabajar desde muy pequeños para sostener la casa y resolver así los problemas, y no se puede tener otra forma de acceder a los recursos; entonces no hay una educación para planificar el cómo llevar todo de una mejor manera, por la cultura, porque seguimos con muchas tradiciones de nuestro pueblo, que no están mal, pero necesitamos también modernizarnos para salir de este círculo vicioso”, señala Juan Martín Nicolás Jiménez, uno de los líderes de esta etnia en la ciudad.
El último conteo del INEGI registró 3,187 hablantes de purépecha en la segunda ciudad del país, “la gente común”, la que “va de visita”. Su asentamiento metropolitano ya no tiene visos de ser pasajero, ante la galopante miseria e inseguridad de los pueblos rodeados de pinos en que nacieron, al este.
Estampas
Colonia 12 de Diciembre. Hace dos noches llovió tupido y los vecinos de la casa de Lucrecia Francisco Pérez debieron rescatar los muebles para evitar su pudrición, pues todo quedó encharcado. Las aguas malolientes de un drenaje que no termina de funcionar bien se regresaron y dejaron una pestilencia memorable.
El agua se supone que está instalada, pero se las suelen reducir a un chisguetito, “se me hace que no hay suficiente y nos la racionan”. La luz también ya está instalada, pero los vientos de la tarde la cortan. La mayoría de los lugareños se monta a la red de forma ilegal, con los diablitos encajados en las cuchillas y el cable que cuelga hacia abajo, un paisaje suburbano infaltable.
“Lo bueno es que ayer no llovió de nuevo; si no, estaría ahí el agua y luego viera cómo se pone: es agua apestosa de los drenajes, de los baños, huele feo, a los niños les hace daño, por eso se enferman a cada rato. Yo le decía a mi mamá que juntara a toda la gente de aquí para ir a Zapopan a pedir ayuda, porque esa agua con cada lluvia sale así y, si llueve a diario, uno no puede ni pasar…”, se queja Lucrecia, qué nombre más aristocrático, piensa el observador ante la modesta y atribulada mujer.
En esta finca habitan 25 personas. La adquirieron a un ejidatario de Santa Ana Tepetitlán, cinco cabezas de familia. Hay un solo baño para todos y hay que ducharse con agua fría. En los tiempos de calor les pega el mosquito, pero dicen que la chamacada ya está curtida. En tiempos fríos, “en la tarde están aquí como borreguitos, todos juntos” para darse calor.
—¿Van a la escuela los niños?
—No, ninguno; ellos trabajan en el Mercado de Abastos porque no tienen otro empleo, y nosotras los ayudamos, y los niños nos apoyan en el trabajo.
—¿De qué trabajaban en el Mercado de Abastos?
—Limpiando cebollas. Pero ahorita no hay trabajo, y aquí nos quedamos a cocinar quelites para que coman algo.
A dos cuadras accidentadas está la casa de la señora Juana Santiago, hecha de lámina maciza que ha de matar en los calores, pero soporta bien el agua y el viento. Tiene siete hijos y “su señor”, que anda en la obra, de chalán, por 700 pesos semanales.
Ella va al Mercado de Abastos a traer verdura y fruta de segunda, que vende entre sus vecinas. “Jitomate, cilantro, calabacitas, de todo lo que haya. Ahorita la gente no quiere comprar, dicen que no tienen dinero; mis hijas trabajan en la cebolla y ganan que 60, que 70 pesos, según como salga la cebolla. Les pagan a diez pesos la cajita y ellas ahí les pelan como siete a ocho cajas”. El terreno de su casa le cuesta una mensualidad de dos mil pesos, y apenas lleva año y medio pagándola; faltan cinco años más.
Dos de sus hijos sí van a una escuela, por avenida Guadalupe. “Ellos solitos se van, junto con los niños de la colonia. El mayor va apenas en segundo, pero ha reprobado como tres años porque a veces no puedo mandarlos; a veces ellos también me esperan y yo los junto en el Abastos, pero a veces no puedo mandarlos y por eso reprobaron”. No hay mucha ayuda, salvo una despensa que les provee un templo católico cercano, por 30 pesos mensuales.
—¿Sus hijos se le enferman seguido?
—Sí, dos se me enferman seguido y la otra niña también […] Ella a veces tiene el estómago hinchado, y me dice: “Mamá, no puedo dormir”, y me llora toda la noche.
—¿Le da calentura?
—Pos lo llevaron al centro de salud y le dijeron que tenía una infección, y con ella también, pero nos dan recetas. Medicinas, nomás una vez. Pero me dijeron ahí que todos estaban desnutridos, por la falta de alimentos, pero es que yo no los he podido atender; se necesita dinero para comprar leche, huevos y esas cosas que nutren bien.
—¿No preferiría regresar a su tierra?
—Pos aquí siquiera hay trabajo para mantenerse; allá no hay nada: ni trabajo ni tierra.
Los nuevos y los viejos
María Lucy está casada con Roberto Alemán, y llegó hace tres días a este asentamiento. Vive en una casa de cartón, con piso de tierra, y se roba la luz gracias al apoyo de unos vecinos, que le dieron chance de colgarse de la red.
Llegó en realidad año y medio atrás a la ciudad. Trabajaba y vivía en una bodega, pero la dejaron porque, al terminar la jornada, los encerraban en el jacalón y no podían salir hasta la mañana siguiente. “Y pos ya nos venimos aquí, al menos uno puede andar libre”, señala con alivio, confiada de que saldrán adelante; es cuestión “de trabajarle duro”.
En otro rumbo de la colonia habita doña Concepción García Pérez, que ya suma 23 años de haber llegado. Tiene hijos grandes e incluso algunos ya son tapatíos de nacimiento. El marido sigue laborando en la albañilería, y a veces se queda sin empleo. “Hace poco no tuvo trabajo como unos tres meses, y pos nos íbamos al Mercado de Abastos con las cebollas para limpiarlas. Mis hijos nomás estudiaron hasta la secundaria, había que trabajar…”.
—¿Aunque no les cobren en las escuelas públicas?
—Pos el mayor sí entró a la prepa, estaba por aquí cerquita, pero le cobraban cada semana como cien pesos. Luego un muchacho se me puso mal y le hicieron estudios y estudios, y fue cuando él decidió no estudiar porque ocupaba dinero para sus estudios [...] no se puede hacer todo...
Así es la vida de “la gente común” que “va de visita” por el mundo, según la dificultosa y no muy clara etimología de la palabra purépecha (ver Etimologías políticas michoacanas, de Rodrigo Martínez Baracs). Si su mito fundacional dice que llegaron del norte a los bosques de ese estado, ahora parece que están en el viaje de regreso. Aferrados a permanecer en un mundo indiferente y hostil.
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