miércoles, 3 de agosto de 2011

La lucha por la tortilla


Más de millón y medio de jaliscienses padecen pobreza alimentaria, según la Sedesol. Aquí, tres casos extremos. En la foto, Víctor Hugo Fonseca, de 75 años

Guadalajara. Agustín del Castillo. MILENIO-JALISCO

Alberto Pérez, Víctor Hugo Fonseca y Juan Crisóstomo Martín viven en la economía informal: el primero reparte tarjetas de presentación de autoempresarias del placer, de músicos o de artesanos en la glorieta de los Niños Héroes; el segundo hace mandados a discreción en la zona del mercado Juárez; el tercero cuida coches en el barrio de San Antonio.

Muchas cosas los hacen diferentes entre sí, pero tiene en común algo básico: un hambre que en ocasiones se sacia de más, abuso que se compensa con tripas chillantes tras las malas jornadas. Son parte del más de millón y medio de jaliscienses hoy en pobreza alimentaria, sector que aumentó en casi 300 mil personas entre 2008 y 2009, según las estadísticas oficiales.

Sus edades son variadas: 19, 75 y 28 años. Alberto entrega tarjetas de a dos por carro, para acabar más rápido y recibir nuevas encomiendas que le permitan aumentar sus ganancias. Luce agobiado por el calor matinal; cuando bien le va, se puede llevar más de cien pesos a casa, en Lomas de La Primavera, donde hay cuatro hermanos y una mamá –viuda —que también se las ingenia para acarrear dinero—. Hay días en que no lo contratan y no sale nada, “es cosa de suerte”, señala como restándole importancia.

¿Su dieta? Tortillas, frijoles, ejotes, chayotes, papas, Coca Cola. Como cada quince días, un poco de carne. Pero si le gana la tentación y se va de juerga, se lo avienta en cervezas o aguardiente, aunque procura no extralimitarse. Dejó la escuela en cuarto de primaria, cuando su padre murió por una enfermedad fulminante.

Víctor Hugo (foto) tuvo un pasado de bonanza, tiene la profesión de arquitecto y se dedicó con éxito al diseño de lámparas. Una enfermedad cardiaca lo orilló a deshacerse de todos sus bienes y ahora habita una grande y ruinosa finca de la avenida La Paz, cuya propiedad es de sus parientes que se la compraron para el pago de su atención médica.

Nunca se casó, pero ya nadie le da trabajo y acude casi todos los días al mercado Juárez, ubicado a tres cuadras, a ofrecerse para hacer mandados. Siempre a pie, va de un lado a otro mientras las rodillas le aguanten. Un día con 50 pesos es más que bueno para comprar las tortillas, el queso o los frijoles para irla pasando entre sus gatos que llenan la casa ruinosa, curtida de humedad, cubierta de telarañas y de polvo.

Juan Crisóstomo, el franelero, ignora que lleva el nombre de un famoso obispo y doctor de la Iglesia católica, y de hecho, no va a misa a menos que pase algo excepcional en su lejana familia, con la que ya casi cortó vínculos. Es hijo de la calle: va de vecindad en vecindad, pero si hace falta, los parques públicos son buena opción para pasar la noche. Cuando sale mucho trabajo —es decir, mucho auto por cuidar, y sobre todo, por lavar— se puede embolsar 200 pesos, pero hay jornadas de 30 a 40 pesos. Si anda bien de cash, se va al bar Manolos de Rayón y Niños Héroes a ver el futbol comiendo chicharrón con salsa y tomando cerveza.

Son tres ejemplos de jaliscienses en pobreza alimentaria, aunque a ellos poco les interese la clasificación.

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