domingo, 14 de agosto de 2011

Celestún, tierra de migrantes



Miles de mayas expulsados de sus pueblos tras la debacle del henequén, forman parte ahora de una creciente población presiona los ricos ecosistemas costeros de Yucatán

Celestún, Yucatán. Agustín del Castillo, enviado. MILENIO-JALISCO, edición del 11 de agosto de 2011. Este proyecto de investigación fue ganador de una beca de Fundación AVINA en la emisión 2008-2009. FOTOGRAFÍAS: MARCO A. VARGAS

¿Bucâh nohoch? (¿qué tan grande?), preguntaban ávidos de historias los mayas de las aldeas de Maxcanú, cuando los visitaban sus parientes migrantes que se habían aventurado hacia el litoral por entre la vastedad del bosque seco y los laberinto de las rías, y referían los tamaños de los cocodrilos, la abundancia de la pesca, la inmensidad de las parvadas de flamencos y la intensidad de los nortes que soplaban sobre Celestún.

No eran viajes de placer. La migración aborigen a la demarcación que hoy es reserva de la biosfera –en el área septentrional del continuo de manglar más vasto de México- fue empujada por el fracaso progresivo de la industria henequenera, es decir, un problema de mercados globales que marginaron la fibra del maguey que había dado de comer y vestir a muchas generaciones. Ese esquema económico tocaba a su fin en la segunda mitad del siglo XX.

Es por eso que las raíces de los moradores de este municipio aún son frágiles. La mayoría de los abuelos y padres no nacieron en esta tierra pantanosa. En 1960, se reportaban 1,161 moradores en el área, y en 2011 se rebasaron los siete mil. Han dejado casi todo: aunque el origen es maya, los jóvenes ya no visten y han dejado de hablar su lengua; quienes desean prosperar más rápido, balbucean el inglés en busca de los turistas extranjeros que suelen hospedarse entre los inviernos y las primaveras; otros salen a emplearse a Mérida, a 85 kilómetros, y no falta quien se vaya a Cancún, la gran meca turística del sureste.

“Normalmente la gente llegaba de los pueblos, y así fue creciendo Celestún; esto ya es muy grande y se ha ido perdiendo la tradición, porque nuestros padres se fueron modernizando y ya no nos inculcaron cosas […] en este puerto ya muy poquitos hablan el maya”, explica José Isaías Uhcanul, joven pescador y promotor de un desarrollo ecoturístico en la parte sur de la ría.

La precariedad de los servicios de urbanización ofrece estampas difíciles de olvidar cuando se deambula por las orillas de la cabecera municipal. Allí, los jacales de madera, lámina o cartón se abren espacio tratando de ganar terreno a los canales naturales, que se rellenan con escombros, llantas y basura, entre fauna “nociva” pululante: moscas, mosquitos, cucarachas y hormigas; perros famélicos; aves marinas o terrestres. Todos en su festín de agua turbia y desechos.

“Nosotras buscamos un Celestún limpio para merecer al turismo”, explica doña Ignacia Osorio, quien hoy encabeza el proyecto de reciclaje que ha reducido el problema de los desechos, pero no lo ha eliminado.

“Teníamos muchísimos problemas de enfermedades porque la ciénega estaba llena de basura, allí crecían cucarachas y sobre todo, el mosquito, y luego si una se metía le salían las culebrillas, así les decimos a una infección, te sale un grano, te lo rascas y sale como una culebrilla dentro de la piel; y teníamos cólera y diarrea y todo lo que se imagine”, refiere.

Hoy, se han impuesto las campañas de limpieza en las zonas comunes, y muchos de los pobladores ya separan su basura y se venden sus compuestos; ya no se dan brotes de epidemias, pero el consumo de desechables y su mala disposición parece tener el atributo de la infinitud.

La comunidad ha resentido, además, el decreto de protección de la naturaleza. “La gente se sorprendió al principio porque estaba acostumbrada a completar sus alimentos matando venados, matando tortugas, matando de todo […] vino la ley y la padecieron, pero aunque ha bajado, siguen comiendo la carne de esos animales, hay mucha necesidad, pero también está creciendo la conciencia”, señala don Helidoro Méndez, migrante tabasqueño que llegó en 1975.

Una tarde de primavera el sol cae a plomo y el mar brilla suntuoso entre olas agitadas. Las lanchas de los pescadores salieron temprano del pequeño muelle donde una anciana recoge envases que le pagará, como a tantas mujeres, la pequeña empresa de doña Ignacia. Los flamencos rosados están por irse de los pantanos. Dos niños se meten a la ciénega maloliente. En el mercado, los precios de los mariscos sigue a la alza, por causa de la muy universal ley de la oferta y la demanda.

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