CRÓNICA. La urgencia del desarrollo en el depauperado litoral de Oaxaca, otrora paraíso de la tortuga marino, genera paradojas y ambigüedad moral en la depredación, sin que se resuelva el trasfondo social que le da sustento
Costa de Oaxaca, Agustín del Castillo. PÚBLICO-MILENIO
En materia de depredación humana, hay niveles. Los moradores de la costa oaxaqueña lo saben bien.
Por un lado, un juez penal, perplejo ante el caso de un ranchero acusado de robar 36 mil huevos de golfina en la playa de La Escobilla, preguntaba a los responsables del Centro Mexicano de la Tortuga cuál era el daño causado a la especie, para determinar la sanción que merecía el horrendo culpable.
En contraste, los desarrolladores turísticos de la zona instalaron, con la aprobación de la autoridad local, una amplia iluminación nocturna en las playas, sin reparar en que la luz artificial inhibe al reptil y puede influir para que no deposite su nido. Peor aún: en esas condiciones, las pequeñas tortugas que nacen pueden confundirse e ir al monte, y no al mar.
¿Cuál de las dos actividades, la del huevero o la del turismo, causa más daño a la especie?, se pregunta Manuel Rodríguez Gómez, director del emblemático museo, instalado en un antiguo rastro de tortugas que echó a andar el presidente Luis Echeverría en los años setenta, en la localidad de San Agustinillo.
Antes se les mataba porque pensaban que eran inagotables; ahora se les protege, pero sin atacar a fondo las causas de la depredación humana, y con acciones frecuentemente cosméticas. Más materia para la esquizofrenia.
Por ejemplo, casi todo el año, en los campamentos tortugueros, se monta un espectáculo que para muchos es circense. Consiste en agrupar decenas de personas emocionadas, que toman a un pequeño quelonio y lo incitan a comenzar su carrera hacia el océano, y hacia la improbable supervivencia —lo cual de por sí es marca de la naturaleza: la “economía vital” de estos animales consiste en producir muchas crías para que apenas unas cuantas lleguen a la adultez. Sin embargo, el bienintencionado visitante no puede reprimir su satisfacción, pues, al lanzar a los perturbados animalitos, cree sin duda poner su granito de arena contra la extinción amenazante.
Esta costumbre sin duda ha traído recursos económicos a la depauperada costa oaxaqueña, pero no ha resuelto su miseria crónica.
Tierra adentro, lejos de las codiciadas playas que cada día salen del poder de las comunidades y ejidos para sumarse a la inapreciable especulación inmobiliaria, decenas de aldeas de un muestrario de grupos indígenas llegados a la región hace 80 años sobreviven con actividades primarias y algunos subsidios gubernamentales. La deforestación de la selva seca es parte de las costumbres productivas, tanto para la agricultura de temporal como la escasa ganadería local.
“La depredación es altísima. Hay un uso indiscriminado de insecticidas; hace muchos años la gente no utilizaba insecticidas para talar el monte, y ahorita es algo indiscriminado, y los botes van a los ríos, y de los ríos van al mar, y éste los regresa y contamina la playa […] Aquí, la gente, antes, no consumía refresco de plástico porque no había, sólo usaba botellas de vidrio reciclables: se llevaban el envase y daba vueltas ese envase y, después del paso del huracán Paulina, en 1997, cambiaron las cosas, porque la gente temía que, si tomaba agua de los pozos, algo le iba a pasar, y entonces metieron todo lo de plástico”, señala el biólogo Marcelino López Reyes.
Cuestiona la prioridad de rescatar la tortuga por parte del gobierno federal, pues, en los hechos, los casos de éxito son marginales: “La producción se va para abajo, no ha habido un apoyo real en el sentido de que haya vigilancia en el mar, revisar las lanchas, qué cosas llevan; poner vigilancia de vez en cuando en las playas que se protegen: tenemos pleito con gente que se lleva los huevos, y que se puede regresar hasta con un machete, y esto es lo que se arriesga uno al no tener apoyo de los militares”, refiere el experto, quien es responsable del campamento de Palmarito, patrocinado por la organización ambientalista Selva Negra.
La maestra Martha Navarrete, quien se dedica a impartir educación ambiental, ofrece una alternativa al peso de la cultura depredadora. “Es importantísimo empezar a trabajar con los niños porque hay que ir formando cuadros. Nosotros nos estamos acercando a los 50 años y quien se va a hacer cargo son ellos […] Estamos viviendo una problemática fuerte: hay deforestación, varias especies en peligro de extinción, ahorita se está construyendo la autopista [costera] y se está haciendo una devastación importante; hemos evaluado los impactos que van a traer para los pueblos, y para los recursos naturales: yo les decía a los niños que pensamos de inmediato con la autopista en muchos beneficios, pero a lo mejor sale mas rápido la mercancía, es decir, los recursos naturales, y entre ellos está el huevo de tortuga…”.
Porque “muchos de estos niños todavía viven de la depredación de la tortuga. Aquí cómo se logra la protección de un recurso, por un lado y, por otro, que la gente tenga acceso a una vida digna, con el dinero que requiere para mantenerse: ése es el reto”, sostiene.
La otra opción es mantener el doble rasero, que hace del huevero local un criminal y, del inversionista pudiente, un hombre bienintencionado. Mientras, la devastación se recrudece.
Por un lado, un juez penal, perplejo ante el caso de un ranchero acusado de robar 36 mil huevos de golfina en la playa de La Escobilla, preguntaba a los responsables del Centro Mexicano de la Tortuga cuál era el daño causado a la especie, para determinar la sanción que merecía el horrendo culpable.
En contraste, los desarrolladores turísticos de la zona instalaron, con la aprobación de la autoridad local, una amplia iluminación nocturna en las playas, sin reparar en que la luz artificial inhibe al reptil y puede influir para que no deposite su nido. Peor aún: en esas condiciones, las pequeñas tortugas que nacen pueden confundirse e ir al monte, y no al mar.
¿Cuál de las dos actividades, la del huevero o la del turismo, causa más daño a la especie?, se pregunta Manuel Rodríguez Gómez, director del emblemático museo, instalado en un antiguo rastro de tortugas que echó a andar el presidente Luis Echeverría en los años setenta, en la localidad de San Agustinillo.
Antes se les mataba porque pensaban que eran inagotables; ahora se les protege, pero sin atacar a fondo las causas de la depredación humana, y con acciones frecuentemente cosméticas. Más materia para la esquizofrenia.
Por ejemplo, casi todo el año, en los campamentos tortugueros, se monta un espectáculo que para muchos es circense. Consiste en agrupar decenas de personas emocionadas, que toman a un pequeño quelonio y lo incitan a comenzar su carrera hacia el océano, y hacia la improbable supervivencia —lo cual de por sí es marca de la naturaleza: la “economía vital” de estos animales consiste en producir muchas crías para que apenas unas cuantas lleguen a la adultez. Sin embargo, el bienintencionado visitante no puede reprimir su satisfacción, pues, al lanzar a los perturbados animalitos, cree sin duda poner su granito de arena contra la extinción amenazante.
Esta costumbre sin duda ha traído recursos económicos a la depauperada costa oaxaqueña, pero no ha resuelto su miseria crónica.
Tierra adentro, lejos de las codiciadas playas que cada día salen del poder de las comunidades y ejidos para sumarse a la inapreciable especulación inmobiliaria, decenas de aldeas de un muestrario de grupos indígenas llegados a la región hace 80 años sobreviven con actividades primarias y algunos subsidios gubernamentales. La deforestación de la selva seca es parte de las costumbres productivas, tanto para la agricultura de temporal como la escasa ganadería local.
“La depredación es altísima. Hay un uso indiscriminado de insecticidas; hace muchos años la gente no utilizaba insecticidas para talar el monte, y ahorita es algo indiscriminado, y los botes van a los ríos, y de los ríos van al mar, y éste los regresa y contamina la playa […] Aquí, la gente, antes, no consumía refresco de plástico porque no había, sólo usaba botellas de vidrio reciclables: se llevaban el envase y daba vueltas ese envase y, después del paso del huracán Paulina, en 1997, cambiaron las cosas, porque la gente temía que, si tomaba agua de los pozos, algo le iba a pasar, y entonces metieron todo lo de plástico”, señala el biólogo Marcelino López Reyes.
Cuestiona la prioridad de rescatar la tortuga por parte del gobierno federal, pues, en los hechos, los casos de éxito son marginales: “La producción se va para abajo, no ha habido un apoyo real en el sentido de que haya vigilancia en el mar, revisar las lanchas, qué cosas llevan; poner vigilancia de vez en cuando en las playas que se protegen: tenemos pleito con gente que se lleva los huevos, y que se puede regresar hasta con un machete, y esto es lo que se arriesga uno al no tener apoyo de los militares”, refiere el experto, quien es responsable del campamento de Palmarito, patrocinado por la organización ambientalista Selva Negra.
La maestra Martha Navarrete, quien se dedica a impartir educación ambiental, ofrece una alternativa al peso de la cultura depredadora. “Es importantísimo empezar a trabajar con los niños porque hay que ir formando cuadros. Nosotros nos estamos acercando a los 50 años y quien se va a hacer cargo son ellos […] Estamos viviendo una problemática fuerte: hay deforestación, varias especies en peligro de extinción, ahorita se está construyendo la autopista [costera] y se está haciendo una devastación importante; hemos evaluado los impactos que van a traer para los pueblos, y para los recursos naturales: yo les decía a los niños que pensamos de inmediato con la autopista en muchos beneficios, pero a lo mejor sale mas rápido la mercancía, es decir, los recursos naturales, y entre ellos está el huevo de tortuga…”.
Porque “muchos de estos niños todavía viven de la depredación de la tortuga. Aquí cómo se logra la protección de un recurso, por un lado y, por otro, que la gente tenga acceso a una vida digna, con el dinero que requiere para mantenerse: ése es el reto”, sostiene.
La otra opción es mantener el doble rasero, que hace del huevero local un criminal y, del inversionista pudiente, un hombre bienintencionado. Mientras, la devastación se recrudece.
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Informe de captura incidental en el Pacífico
La laúd podría extinguirse en dos decenios
La situación de las cinco principales especies de tortuga marina que habitan la vasta cuenca del océano Pacífico es cada día más difícil, pero, sin duda, la gigante de los mares, la tortuga laúd, es la que enfrenta los mayores riesgos.
“Algunos modelos sugieren que la probabilidad de extinción en los próximos 20 años para ciertas poblaciones [de laúd] que habitan el océano Pacífico oriental es de más de 75 por ciento”, señala el documento de la cuarta reunión del grupo de trabajo sobre captura incidental de la Comisión Interamericana del Atún Tropical (CIAT), generado en Kobe, Japón, en enero de 2004.
Al analizar la situación de la Dermochelys coriacea, el texto advierte que sus zonas de anidación están principalmente en México (Michoacán y Oaxaca) y en Costa Rica. La declinante presencia de individuos en esta zona es doblemente preocupante, pues, en el Pacífico occidental, su reproducción se colapsó años antes. La tendencia, apunta la CIAT, habla de “una disminución marcada en playas del Pacífico; en contraste, varias poblaciones en el Atlántico, estables o recuperándose”, lo cual se ha confirmado para el mar Caribe en seguimientos posteriores (2007). Las otras especies, en mejores condiciones, son la tortuga caguama (Caretta caretta), la prieta (Chelonia midas agassizii), la carey (Eretmochelys imbricata) y la golfina (Lepidochelys olivacea), esta última, con mucho, la más numerosa.
“La conservación de las tortugas marinas no depende exclusivamente de la ordenación de la pesca. La disminución de algunas poblaciones ha llamado la atención a los muchos factores que afectan su supervivencia […] Algunos de los impactos de la sobreexplotación de huevos y adultos, utilización de playas y depredación han sido tratadas por acciones amplias para mejorar la protección de tortugas andantes y sitios de anidación…”.
Además, “factores ambientales, tales como el cambio climático, cambios de régimen [pluvial] y eventos de El Niño, afectan a las tortugas, tanto directamente —mediante efectos de las tormentas y patrones de precipitación en las playas de anidación, por ejemplo— e indirectamente, mediante cambios en productividad, la trama alimentaria y otras características del ecosistema. Sin embargo, esos efectos no pueden ser controlados, mientras que los efectos de la pesca en general pueden y deben ser mitigados”, añade.
Y enumera otra serie de aspectos que parecen incidir, como la contaminación de las zonas costeras, el enmallamiento de tortugas en plásticos y detritos, la ingestión de plástico y el impacto de pesca artesanal y de litoral. “Ciertos autores opinan que las pesquerías agalleras costeras de pez espada en Chile son una de las principales causas de disminución de laúd”, puntualiza el informe.
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