miércoles, 10 de junio de 2009

La superviviente de Paulina


PERFIL
Magdalena Ortiz García / Artesana zapoteca
Su oficio es antiguo y ancestral: fabrica comales orejones de barro. Aunque tiene nietos y bisnietos, vive sola en un lugar lejos de la vasta y variopinta humanidad de la costa de Oaxaca.


Santa María Tonameca, Oaxaca. Agustín del Castillo. PÚBLICO-MILENIO
Foto: Marco A. Vargas
Doña Magdalena Ortiz recuerda el paso del Huracán Paulina como el evento más extremo en su ya larga vida en la costa de Oaxaca.
Fue el 7 de octubre de 1997; las fuertes rachas de viento arrancaron las techumbres de su modesta morada en medio de la selva –en realidad, poco más que una recia enramada–, pero logró sobrevivir, agazapada en el fondo de la choza, hasta que fue rescatada junto a su esposo, y trasladada hacia el campamento de refugiados más cercano a Agua Dulce, la aldea con que colinda este potrero donde por años ha vivido lejos de la vasta y variopinta humanidad de este litoral.
Aún hoy no imagina el daño que ese meteoro causó en la región: después de que los rescatistas evitaron que su caso se sumara a la larga lista de víctimas –se contabilizaron al menos 110 muertos–, casi 1,300 comunidades permanecieron una semana aisladas por las crecidas de los ríos, con altos riesgos sanitarios y escasas provisiones. Se perdió toda una nidada de cientos de miles de tortugas que desovaron en la cercana de playa de Escobilla, y se devastaron arboledas y manglares. Al final, 250 mil personas quedaron sin hogar.
El acceso al hogar de doña Magdalena es a pie, bajo un fuerte sol y entre cientos de árboles huérfanos de hojas. Un burro con costumbres de perro rebuzna fuerte para avisar a la dueña del arribo de los extraños. Ella demora unos minutos en subir del estanque donde se ha bañado y recogido leña. Entonces platica su historia.
Nacida en 1921, llegó pronto a habitar estos parajes entonces casi vírgenes. A Magdalena –etimológicamente, “Aquella que procede de Magdala”, ciudad Palestina; qué nombre hebreo para una curtida zapoteca– se le fue buena parte de la juventud en fundar una familia, sacar adelante cinco hijos y luchar por la tierra. “Pos ya sabe usted, uno tiene que buscar la vida; nos fuimos para arriba del cerro, cuando no se haya un lugar para vivir hay que ver para dónde va uno con bien”. Ahora tiene muchos nietos y bisnietos, pero vive sola desde que su marido falleció, hace cuatro años.
Su oficio de artesana es antiguo y ancestral: fabrica comales orejones de barro, de buena calidad, según los entendidos.
Es silenciosa, apacible y contemplativa: le gusta oler el paso de las estaciones, ver las puestas de un sol siempre rojo, escuchar los sonidos de animales silvestres, gustar las frutas que prodiga la biodiversidad selvática a lo largo de los meses, sentir el siniestro silbido del viento que atraviesa árboles de hojas crujientes.
“Sí, bajo a los pueblos, a las fiestas, para vender”, explica, para disipar un poco su imagen antisocial. Una artesanía de estas exige paciencia, añade solemne. “Sino me cree, pregúntele a la chamaca”, sugiere, mientras su nieta Zósima –etimológicamente, “aquella que está llena de vida”; qué nombre griego para una morena zapoteca– la observa atenta y sonriente.
Las secas son difíciles, porque la tierra –el barro– está dura. “Pero es mejor aquí que en el pueblo; allá hay que trabajar todos los días, acá le doy dos días y tengo para toda la semana. Pero no crea que estoy en mi casa durmiendo, mire, yo voy por mi leña, yo voy por mi agua…”.
Doña Magdalena vende piezas a los extraños, despide a la nieta, y manda parabienes a sus demás familiares por medio de la esposa de su nieto, Angélica –etimológicamente, “la que trae un mensaje de Dios”, qué nombre griego para una madre zapoteca casi adolescente–. Luego se sumerge en su cabaña de ramas a escuchar los silencios inhumanos de la floresta, mientras el regreso a la aldea regala a sus visitantes otro gratuito tormento solar.

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