domingo, 23 de diciembre de 2012
Los coloridos de las navidades indígenas en Jalisco
Pastorelas entre los nahuas del litoral, esperanzas entre los indígenas desarraigados, severidad entre conversos protestantes y silencios huicholes
Agustín del Castillo / Ayotitlán, municipio de Cuautitlán de García Barragán. MILENIO JALISCO
Si el Niño Dios vino al mundo por primera vez en medio de los ásperos desiertos del Medio Oriente, mucho le sorprenderá –aun omnisciente como es– abrir los ojos en estas montañas lujuriantes, pese a tantos años de destrucción, que alojan pueblos disparejos de casas de adobe y tejas e inclinadas calles de piedra y tierra, partidos por barrancas ondulantes talladas por el agua perenne entre legiones de caobillas, papelillos, tescalamas, cedros y demás especies de la larga república vegetal que formó su padre antes del hombre.
En lontananza, enormes parotas, higueras y tepehuajes se reproducen entre los montes y los verdes pastizales, y generan un paisaje evocador de un paraíso no perdido del todo; las colinas más cercanas son hogar del sempiterno maíz, cuyas hojas doradas, tras la cosecha, brillan al atardecer otoñal; los cerdos, los burros y los caballos deambulan por la brecha entre el polvo de las desvencijadas camionetas, mientras el sol corre hacia el poniente y enrojece las desnudas peñas de las cumbres, mil metros arriba.
En Ayotitlán, la cabecera de los nahuas de Manantlán, se festeja un sábado de este diciembre una boda al aire libre, en la plaza principal, y todo el pueblo parece invitado entre los manteles largos de la feliz pareja que une sus vidas conforme al rito católico, profundamente arraigado en estos aborígenes que colonizaron siglos atrás estas sierras de la costa de Jalisco, el subtrópico semiseco –dicen los mapas con la clasificación de climas– que este 25 de diciembre también festeja a Jesús, el Cristo, el ungido, el salvador de la humanidad.
“Tenemos nuestras posadas como todos los católicos, pero la Navidad, el mero 25 de diciembre, es un día en que el Niño Dios visita todas las casas del pueblo; en algunas se queda una o dos horas, en otras, algunos minutos… muchos lo reciben con comida, aguas, refrescos, y así se dedica toda la jornada, hasta visitar la última casa, en la noche”, refiere el representante del Consejo de Mayores de la comunidad indígena, Gaudencio Mancilla.
Cómo los nahuas llegaron a esta región lo señalan los viejos cronistas como el padre Tello: bajo los consejos de sus ídolos o demonios que monopolizaban las almas de esta región del mundo desde la creación y el diluvio universal. La empresa de la conversión por los frailes franciscanos es antigua, data de la segunda y tercer década del dominio español hacia mediados del siglo XVI. Desde entonces, y pese al aislamiento de la sierra, hay honda huella cristiana en un catolicismo popular expresado en diversas fiestas cuya culminación es la de la Virgen de la Candelaria, el 2 de febrero. Detalles de estas intrincadas celebraciones se pueden encontrar en el artículo El ciclo de pastores en el ejido Ayotitlán, de Eduardo Camacho Mercado (en El pueblo nahua de Ayotitlán, pasado, presente y perspectiva, UdeG, 2008).
“El 6 de enero, ya con los Santos Reyes, se hacen otras visitas en las casas del pueblo, mañana y noche, hasta que se recorre todo […] ya en febrero, la fiesta de la Virgen, se hacen danzas, llegan las imágenes de Zacualpan, de Juluapa y de Ayotitlán, y se cambia la mayordomía, es nuestra fiesta más importante”, añade Mancilla.
Mientras las pastorelas inundan el mundo nahua de Manantlán, hacia el norte de Jalisco, en la sierra de los Huicholes, hay silencio. “No festejan absolutamente nada que tenga que ver con esa festividad cristiana”, explica un asesor de los wixaritari. Esto se debe a que los naturales de la Sierra Madre Occidental jamás abandonaron lo que los cristianos llaman el paganismo y no reconocen un ciclo de encarnación, rendención y muerte por un dios personal (ironías del lenguaje, pagano en buen latín significaba “aldeano” o “campesino”).
La excepción son las emergentes, y disidentes, comunidades cristianas de extracción protestante, que se han sembrado sobre la sierra y hasta ahora, hacen brotar discordias entre los integrantes del pueblo wixárica (es decir, de “curanderos” o “adivinos”, según Karl Lumholtz).
Quedan en Jalisco una mayoría de pueblos originarios que suman de 30 mil a 40 mil individuos, y que, provenientes de todos los rincones del país, ven la vida a través del cristal opaco de la miseria urbana o en medio de los cañaverales y valles agrícolas donde laboran como peones mal pagados, y que persisten en sus catolicismos singulares o sus protestantismos rígidos y corrosivos de la vieja policromía teológica.
En esos hogares de fogones de leña, metates raídos, pisos de tierra y techos de lámina, también arriban niños-Dios con promesas que los desesperados ven como el opio, y los optimistas, como un compromiso de permanecer.
En la sierra de Ayotitlán hoy es víspera de nochebuena, y esperan que el Dios Niño abra los ojos entre los arroyos frescos de un invierno benigno, promesa de edén para hombres compasivos.
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