sábado, 5 de mayo de 2012

Analco despidió a sus muertos, entre el miedo


Dos jóvenes asesinados la madrugada del jueves hicieron que el templo de San José se abarrotara ayer; la paz ha sido apuñalada

Agustín del Castillo / Guadalajara. MILENIO JALISCO

La vigilia transcurrió con miedo, pues como la fama de Virgilio, el viento transportaba mensajes amenazantes, quién sabe si reales, de asesinos anónimos como los de la noche previa. Edwin Michel fue velado el jueves en una casa funeraria de Belisario Domínguez y República; por si las dudas, lo movieron de sala para que los sicarios no tuvieran el paso franco, frente a la puerta.

“Si nos toca, nos tocaba”, afirmó enérgica su madre Cuca, que se aferró a rendirle homenaje al muchacho de 18 que recogió de días de nacido, cuando nadie apostaba nada por él y su madre biológica ya había proyectado abandonarlo.

Cuca lo había vuelto a rescatar esa mañana; lo encontró parco de palabras como había sido en vida, ojos a los que se les había ido la chispa, labios amoratados, ceño sereno, miembros exangües; nada de ese espíritu rebelde e inquieto, huérfano de certezas y de equilibrio, silencioso, añorante de una comunión, pero duro por fuera como todas las cortezas.

Una bala de cuerno de chivo se alojó en su cabeza y le provocó el deceso instantáneo, en la confusión de la madrugada anterior, en que a bordo de dos vehículos, los ejecutores irrumpieron en un primer velorio para rematar a un muerto –no fuera a regresar del inframundo- y atormentar a sus dolientes.

La mañana de ayer, el ataúd tiene una modesta y colorida carpeta, franqueado por coronas con promesas de jamás olvido. Arriba, un gran Cristo resucitado en un tapiz barato. Edwin duerme la noche eterna, el calor aprieta, los ojos cerrados ya no luchan, dos muchachas lloran raudales sobre la mica del cajón.

Cuentan los dolientes sobre días negros, con asesinatos multiplicados en las calles del viejo Analco y el vecino San Juan de Dios, entre calles atormentadas por traxcavos y palas que traen las promesas de los pavimentos que son progreso material, con una policía certificada que no puede detener las disputas por la plaza. No es que Analco fuera antes apacible, pero se ha tornado muy peligroso. Drogas, robo de autopartes, prostitutución, armas y acoso entre las calles sórdidas y las fincas derruidas.

En la parroquia, San José, el cura Rafael Reynoso González se indigna al mediodía por la violencia gratuita. Pide a Dios que dé paz a las víctimas, cuestiona los usos de la libertad humana, suplica solidaridad en una comunidad lastimada. “Podemos no comprender los designios de Dios; pero esto ocurre porque hay libertad en el hombre, pero ni siquiera eso dobla sus designios [...] el único justo, Cristo, justifica a todos, a los que mueren inocentes, a los que cumplían un deber de compasión en un funeral donde despedían a otro difunto, en caridad...”.

Dos féretros comparten los adioses: Edwin Michel, de 18, y Carlos Iván, de 16. Vidas arrancadas antes de florecer. El templo está abarrotado a las 12 del día, en pleno viernes. Muchos jóvenes con miradas asustadas, inciertos de lo que vendrá después, el castigo de los vivos.

El padre acompaña al último cortejo antes de que esa carne se haga cenizas. Lloran los parientes en el atrio de cantera; en la plaza, decenas de vecinos aplauden en flaca promesa de recuerdo. El sol, el ardor del chapopote, el ruido y el polvo de las máquinas son músicas del absurdo; la muerte se  ha salido de nuevo como el ladrón, con todo su botín.

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