miércoles, 3 de noviembre de 2010

Día de muertos, en tierra de creyentes


Una tradición popular que mantiene su fuerza pese a la secularización acelerada. Los cementerios de Jalisco viven una jornada especial en que se olvida el olvido de los parientes fallecidos, entre música estridente, rezos y la algarabía infantil que rompe las solemnidades

Guadalajara. Agustín del Castillo. PÚBLICO-MILENIO

“¿En qué creen los que creen?”, pregunta un incrédulo Miguel Peñaloza, estudiante de letras hispánicas y librepensador por afición, tratando de sorprender con su interrogante calcada al revés de un famoso libelo de Umberto Eco, pero genuinamente impresionado ante el caudal de personas que la tarde del 2 de noviembre, día de Los Fieles Difuntos, continúa llegando, ya con el sol a cuestas, con chiquillos, flores e imaginería piadosa, al centenario panteón de Mezquitán.

Pregunta curiosa, que dejaría perplejo a cualquier cronista de 1896, el año en que se inauguró este cementerio, constituyéndose en lindero norte de una ciudad con menos de 100 mil habitantes: tiempos de fe y de iglesia, cuando ni siquiera se preguntaban los fieles tapatíos si podían existir los librepensadores y los escépticos que hacían una revolución científica y moral en la lejana Europa.

Hoy, cuando se da por sentada la “muerte de Dios” entre las élites intelectuales de Occidente, las manifestaciones populares como la de Mezquitán parecen dar la razón a un pensador escéptico del escepticismo, el francés André Malraux, investido de profeta: “el siglo XXI será religioso, o no será…”.

El debate parece apasionante para Miguel mientras atestigua el paso sosegado de ancianos, adultos, adolescentes y niños por los largos y polvorientos laberintos del lugar de muertos, entre sonoridades barbáricas de grupos norteños que por unos pesos tañen melodías de nostalgia por los que se fueron, por más que la ciencia diga que ya nomás son polvo reciclado, pues lo dictan las leyes de la materia.

De alguna forma, como lo dice la amable doña Tomasa, de Oblatos, los creyentes saben que ese polvo regresará. Cuando Miguel pregunta cómo, la deja perpleja, pero la anciana evita la tentación: se voltea, afectando indiferencia, para seguir sus silenciosas oraciones y omite ese diálogo con el demonio de los silogismos, que ya le ha dicho el señor cura, son meras argucias para llevarla a la duda.

La denominación de “panteón” es la más popular, pero sin duda, muy poco razonada: significa “todos los dioses”; los romanos así llamaban a su edificio circular que todavía hoy llena de asombro a los visitantes de la vieja Roma. Para los cristianos era motivo de burla: son dioses muertos. Por eso se dice panteón a todo sitio de entierros. Pero les gustaba más el griego “cementerio”, que quiere decir “dormitorio”: los difuntos que duermen en espera de la resurrección de la carne, uno de los pasajes de gloria del muy sombrío Juicio Final.

Así, esta es una tierra sagrada por excelencia, por más que sean las autoridades civiles, hijas de la Reforma anticlerical de 150 años atrás, las que se encarguen de organizarlo, de ordenar a sus durmientes, de limpiar los aposentos, de cobrar el impuesto a los que le sobreviven y de permitirles traer nuevos huéspedes. Y pese a todo el arrebato del progreso secular, los hombres siguen siendo mortales.

El sol de noviembre empieza a desplomarse atrás de las bardas de la necrópolis. Hay también política en el tema de la muerte: este año regresaron las visitas masivas, lo que hace ufanarse a los administradores civiles, pues una cifra mayor, casi siempre es un logro. En 2009, el temor a la epidemia de influenza dio malas cuentas.

Que los hombres siguen muriendo está más presente que nunca, ahora con la violencia de “la guerra contra el crimen organizado”, que en Jalisco ha ocasionado el crecimiento en cinco tantos de las “ejecuciones” entre miembros de las mafias del narcotráfico, según lo comentó el procurador Coronado Olmos por la mañana. Pero con casi cien muertes promedio diarias en el estado, esos muertos famosos poco pintan contra los 36 mil acumulados que morderán el polvo en los 365 días del año.

En la zona rural todo se ve con menos estridencia, como se aprecia en una visita mañanera al pequeño cementerio de San Esteban, en Zapopan, en los bordes de la tropical barranca del río Santiago. En un país que ha dado la espalda a su enorme y variopinta realidad campesina, los camposantos son reflejo fiel del abandono, pero un 2 de noviembre, el paisaje cambia por unas horas.

A la orilla del pueblo, el portón está abierto, los mozos van y vienen con agua, el señor de los cocos ofrece agua y carne del fruto exótico en una barranca tórrida. Los campesinos se olvidan del largo olvido de los suyos; monumentos ruinosos se convierten por unas horas en jardines cubiertos de flores de la estación, imágenes pías, murmullos de oraciones y alborozo de chiquillos que no entienden la solemnidad de sus mayores.
Hay vidas breves, como la de Marisol Alonso, quien sólo vivió siete años, o de Víctor Noe, que apenas cumplió el año. Los insectos bullen entre los mezquitales mientras se asoma la modesta lápida de María Félix Cruz, nacida durante la revolución mexicana, en 1917, y enterrada 91 años después. Aquí no hay un Miguel para cuestionar las trágicas disparidades que tiene el vivir, sólo murmullos compasivos y risas de niños que todo lo ven como un juego.

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