Agustín del Castillo, revista FOLIOS, año II, número 11
No puede tener tono optimista un artículo que evalúa someramente lo que el sector público de México y de Jalisco, por vía de presupuestos, de estímulos y de aplicación de la ley, están aportando para resolver el tremendo problema ambiental, que ha pasado de un asunto casi de ornato –así lo veían 99 por ciento de los políticos hace menos de dos décadas- a un auténtico desafío para el desarrollo y la viabilidad de nuestro modelo de civilización. Ni más ni menos.
El problema es que a los políticos sólo les cayó parte del veinte –metáfora impropia, los veinte ya ni siquiera existen, pero todo mundo la entiende- y se dieron cuenta de que lo “verde” vendía: se hizo recurrente tema de propaganda electoral. Luego se quedaron en la idea de que plantando árboles por todos lados se afrontaba responsablemente esa realidad. Tenemos también como veinte años en que hemos plantado tal vez entre 800 y mil millones de arbolitos, con miles de millones de pesos del erario, y el problema no ha hecho sino aumentar, además de que la mayor parte de esos arbolitos están muertos (y qué decir de algunos ingeniosos servidores públicos que se hicieron ricos con ese rodar perverso; la corrupción es la marca de la casa).
¿Nadie les enseñó, hombres brillantes que son, que había que atacar las causas del deterioro, y no algunas manifestaciones de la superficie? El fracaso en atisbar siquiera una metodología racional para alcanzar ese conocimiento elemental, sólo es revelador de otro de nuestros grandes desastres como nación: el educativo. Y no es menor factor la insufrible frivolidad de la inmensa mayoría de los hombres y mujeres que en México han detentado el poder, con un compromiso casi nulo con la generación de conocimiento científico, clave de éxito para otras naciones a las que se admira como ejercicio retórico, pero casi nadie sabe en realidad por qué (y ad nauseam, rueda el círculo vicioso…).
Así cómo se le puede pedir a la clase política si quiera un planteamiento adecuado del problema, y que el gasto público sirva para algo más que aspirinas. No hay que ser. Y mucho menos esperar que el asunto lo dejen en manos de los que los que saben y de los que lo viven: eso equivale a perder parcelas de poder y dárselas a científicos y ciudadanos, cúmulo de horror para todas las burocracias. Por eso aportan modestos presupuestos al sector ambiental –donde trabajan algunos técnicos capaces y muchos burócratas- y por eso bloquean iniciativas ciudadanas para afrontar casos específicos.
En Jalisco tenemos asuntos emblemáticos para ilustrarlo: la gestión del río Ayuquila, siempre frenada en las esferas públicas y dotada de presupuestos magros; los movimientos ciudadanos por el saneamiento del río Santiago y por el rescate del bosque del Nixticuil, cuya descalificación ha llegado a un intento de criminalizar a sus líderes; la promoción de una reserva de la biosfera en Talpa de Allende para proteger valiosísimos bosques de niebla, únicos en el Pacífico mexicano, a la cual simplemente han ninguneado (por ser pobres y por ser rurales, lo que se traduce en muy pocos votos).
La necia realidad
Pero los datos allí están. Este es un resumen de la destrucción que afrontamos, pese al autismo de nuestros políticos:
México produce al año riqueza por alrededor de 900 mil millones de dólares (cifras de 2007), pero más de 100 mil millones (12 por ciento) son lo que cuesta la destrucción ambiental que provocan los modos para generar esa riqueza (estimación de un análisis de la Comisión de Cooperación Ambiental de América del Norte, 2001).
¿Cuáles son esos modos? Destruyendo bosques, selvas y desiertos naturales (unas 225 mil hectáreas al año según el gobierno; entre 600 mil y 800 mil ha, según diversos analistas), contaminando cuerpos de agua (de 160 mil a 180 mil litros de aguas negras o grises por segundo, 65 por ciento del total descargado), arrojando desechos a la atmósfera (una ciudad como Guadalajara es responsable de 1.4 millones de toneladas de emisiones anuales; la zona metropolitana del valle de México emite cuatro millones de toneladas, según el Instituto Nacional de Ecología), generando basura (unas 200 mil toneladas diarias en todo el país).
Además de lo que se contamina directamente, están los efectos: pérdidas de fuentes de captación de agua, de sumideros de carbono, de suelo fértil y de diversidad biológica, lo que en primer lugar, es un desastre para la vida campesina, pero a las ciudades las obliga a acceder a servicios más caros, a traer el agua de lugares más distantes (Saqueando otras regiones), a pagar más en servicios médicos y en seguridad pública (pues nuestras distopías urbanas pierden los espacios públicos a favor de los intereses especulativos privados). Daños económicos: la tierra rinde menos productivamente; los peces y crustáceos desaparecen como dieta de los rurales más pobres; los riesgos de desastres se acrecientan por avalanchas (el bosque desaparece y la tierra queda a merced de la gravedad y los elementos), inundaciones (ríos y lagos invadidos, que al cabo el agua iba a tardar en regresar), sequías y epidemias. En el campo, la migración o la siembra de enervantes (“narco o norte”, dicen los rancheros) terminan como únicas salidas. En la ciudad, los caminos también se cierran.
Así, México ha logrado convertirse en una de las 15 zonas “bajo amenaza crítica” del mundo, según la propia CCAAN.
En el documento Prioridades en el reforzamiento de la capacidad de gestión ambiental en México, la organización multinacional señalaba en 2001 que para que el agotamiento de los recursos naturales se reflejen en la economía, se constituyó el Producto Interno Neto Ecológico (PINE), que es resultado de restar de la contabilidad de la riqueza nacional (o PIB: producto interno bruto) los costos anuales de este agotamiento: ahora oscila entre 11 y 14 por ciento del PIB.
Pero “si las condiciones observadas durante los últimos diez años se mantienen, en el año 2030, mientras el PIB podría ser 14.6 veces mayor que el de 2000, los costos de agotamiento y degradación serían 37.4 veces más elevados (...) es decir, el ajuste por costos ambientales alcanzaría 25.6 por ciento del PIB, lo que significa que entre 2000 y 2030, cada dos años se estaría sumando un punto porcentual del PIB en deterioro ecológico”.
¿Hace falta ofrecer más detalles que demuestran com la crisis ambiental es social, económica y política, y en suma, se ha convertido en la crisis esencial de nuestra civilización?
El organismo de América del Norte llega a la conclusión obvia: para afrontar este reto, la nación requiere incrementar el gasto de protección ambiental.
El gasto sí aumentó
México gasta más dinero que nunca en la protección ambiental, no se puede negar. Pero mientras el gasto federal aprobado para 2009 rebasa tres billones de pesos (3,045 millones de millones de pesos), la asignación para la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales ronda 30 mil millones, esto es, uno por ciento del presupuesto y como 0.3 por ciento del PIB. Conafor tiene más de cuatro mil millones, Comisión Nacional del Agua, unos 32 mil millones (pero los recursos para sanemiento no rebasan el 15 por ciento), y la Comisión Nacional de Áreas Natuales Protegidas, 1.250 millones. En resumen, contra PIB, apenas se aplica un modesto uno por ciento de gasto en protección ambiental (si somos hombres de buena fe y creemos que completan el punto la nada generosa aportación de estados y municipios al tema); un abismo ante el 11 a 14 por ciento del costo del deterioro.
¿Cuál sería la solución? Simple, la lógica ambiental indica que no se trata de un asunto especial. Justamente, como todo está inserto en un ambiente, lo ambiental debe ser transversal a todos los asuntos: política, economía, sociedad, cultura, costumbres… para acabar pronto, religión. La visión de mundo de cada cual entraña, sin duda, un efecto ambiental, pues se trata de cómo vemos al mundo y cómo vamos a participar de él.
Si esto es verdad, lo correcto es que el componente ambiental siempre sea considerado en los proyectos de todas las carteras de un gobierno. La realidad siempre fue otra: el ambiente tenía costo cero. El bosque estaba para ser talado, el lago para ser contaminado, el corredor biológico para cortarse ante la urgencia de la carretera o la presa hidroeléctrica. Eran “costos inevitables” en el camino al desarrollo.
Ese desarrollismo alemanista o echeverrista, sigue siendo el camino de los gobiernos de la alternancia. Horror, pero real. Felipe Calderón es ahora el presidente “de la infraestructura”; Emilio González Márquez será este 2009 el gobernador jalisciense que construya decenas de obras para sacar del atraso a sus gobernados. Muy bien, pero dónde están las consideraciones ecológicas para hacer que esas obras sobrevivan (las carreteras de la costa de Jalisco, orgullo de la Administración de Francisco Ramírez Acuña, siguen cayéndose), para que realmente saquen del atraso a sus presuntos beneficiarios (¿hay que recordar el caso de Riviera Nayarit, donde los ejidatarios venden y son expulsados por los capitales privados?), para que el capital natural, que pretenden usar como fundamento de nuevos proyectos, no se arruine.
Jalisco nunca se raja
Pero Jalisco es emblemático en esto. En la entidad no sólo no se ha consolidado un solo proyecto ecológico importante desde 1995, sino que ha habido un retroceso real en relación con periodos de gobierno anteriores.
Qué puede pensar un ciudadano cuando ve que se construyen obras públicas violando todas las disposiciones legales y concediendo migajas de financiamiento a lo ambiental. Cómo olvidar ese humor involuntario del exsecretario de Desarrollo Urbano, Claudio Sáinz David, quien adujo como prueba de su ardiente ecologismo el que “hemos sembrado arbolitos” en las vías carreteras que promovió sin permisos federales, que hoy son el factor principal de presión y destrucción de ecosistemas cuya riqueza ni él ni otros actores de gobierno pueden imaginar.
Qué decir del caso de la planeación ambiental de la zona metropolitana. La misma Sedeur aplicó por años un plan de obras que sólo deteriora más la calidad del aire y de vida de los tapatíos. Si revisamos el padrón de vehículos que había en 1997 contra el actual, constatamos que creció… 98 por ciento. En el mismo periodo, ni un solo metro de tren eléctrico, reestructuraciones a medias del transporte público —por temor a las mafias políticas que lo controlan—, un programa de afinación controlada con resultados risibles, áreas verdes reducidas por “prioridades públicas” e intereses privados, árboles que se podan (“talar” es una palabra más honesta), ríos que se borran… ¿El gobierno tiene la culpa de esto? Por supuesto, somos un país donde el sector público históricamente ha sido grande y poderoso, y ha definido los destinos particulares. La ley es clara: ninguna casa, ningún cimiento, ningún negocio, se pueden instalar si la anuencia de un gobierno. Y los árboles se quitan si tienen un permiso municipal. No hay mucho para dónde hacerse. El egoísmo de los particulares es un problema normal en todas las sociedades… lo que no es normal es que los gobiernos se les plieguen, pero en nuestro entorno sucede, sobre todo si esos particulares cuentan “con poder de lobby”, como les gusta decir a los economistas.
Lo lamentable es que por primera vez en la historia del estado, se contaba con los instrumentos legales para lograr el desarrollo sustentable. Y bueno, hay desarrollo para todos, hay carreteras, hay espacio para autos, hay fraccionamientos, hay algo de inversión. Todo fincado en dudosas bases ambientales, y fuera de duda, violando los derechos más elementales de las mayorías. Pero además, es un esquema terriblemente miope: el desarrollo de hoy destruye las bases del futuro. Sin natura no hay cultura, como nos enseñaron los maestros de las primarias donde muchos de los funcionarios se supone que estudiaron.
Ahora se pretende cambiar la historia y entrarle al toro por los cuernos, con leyes que obligan a separar basura, a afinar y reducir emisiones, y que buscan reducir la enorme, descomunal, impunidad ambiental. También hay planes de nuevas áreas protegidas, pagos por servicios ambientales y proyectos forestales, un programa de transporte que se supone, ahora sí apoyará al ciudadano de a pie, y evitará la manía de comprar carros, por necesidad o por pretensiones, para que nos parezcamos a Barcelona o a Londres…
Eppur si mouve, dijo Galileo (“y sin embargo, se mueve”). Las inversiones más urgentes en el tema ambiental demandaban 800 millones de pesos como presupuesto en 2009 para Jalisco, pero el Ejecutivo se limitó a plantear un gasto ligeramente superior a 130 millones. La Secretaría de Medio Ambiente para el Desarrollo Sustentable (Semades) es la que cuenta con menos dinero. Un patito feo que no se ve para cuándo se hará cisne.
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