El obispo dominico deja su impronta en el Hospital Real de San Miguel de Belén, así como en la Real y Literaria Universidad de Guadalajara.
Agustín del Castillo / Guadalajara. MILENIO JALISCO
"Porque sus obras parecen fábulas o milagros; porque levantó un barrio que sería sustancia y aroma de la ciudad; porque sobre los yermos de mezquinas disputas, y explotación de los humildes, y calamidades públicas hizo florecer la dignidad humana y sazonó los frutos del espíritu: caridad, gozo espiritual, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, tolerancia, fe, modestia; porque convirtió su sede y ciudad en montaña de bienaventuranzas, Guadalajara lo proclama su doctor, maestro y santo padre".
Este elogio que para los desconocedores puede parecer desmedido, lo emitió uno de los escritores más ilustres de esta ciudad: Agustín Yáñez (en Genio y figuras de Guadalajara, 1941). El futuro autor de esa revolución del estilo que fue Al filo del agua (1947), se refería a la luminosa figura de Fray Antonio Alcalde, dominico nacido en Cigales, España, y que fue obispo de la Perla Tapatía durante 21 años del siglo XVIII, en que le dotó de algunas de las instituciones más duraderas y sólidas de su historia centenaria: la reubicación y ampliación del Hospital Real de San Miguel de Belén, hoy Hospital Civil, y La Real y Literaria Universidad de Guadalajara, hoy la UdeG.
Para el historiador Juan José Doñán, no hay duda: se trata del benemérito mayor de la historia de Guadalajara.
“Llegó de 70 años, en 1771, proveniente de Mérida, y recibió una diócesis enorme que incluía Texas, parte de Louisiana, Zacatecas, Aguascalientes y todo el Pacífico; para Guadalajara no es sólo su maestro en lo espiritual, en lo educativo y en lo material, es precursor de la vivienda popular porque promovió las 16 cuadritas en el barrio del Santuario, un barrio que es su hechura –tanto el templo como esas 158 viviendas que se rentaban a costos muy bajos y cuya recaudación sirvió para mantener el hospital de Belén–”, añade.
Su sucesor, el obispo Juan Ruiz Cabañas continúo las obras pías con la Casa de la Misericordia que después se llamó Hospicio Cabañas; “pero mientras que Alcalde es casi puras luces y tuvo una suerte generosa, Cabañas le tocó también un lado oscuro que fue combatir a los héroes de la Independencia”.
No obstante, enfrentó catástrofes serias: “hubo hambre a mediados de los años 80 del siglo XVIII porque hubo muy malas cosechas; las epidemias diezmaron a la población; él trajo maíz de otras regiones y refaccionó a los agricultores para que pudieran seguir sembrando. Había tantos enfermos que movió el hospital de Belén a las afueras de la ciudad. Creó un jardín botánico que no era para plantas de ornato, sino para hierbas medicinales que se usaban en el hospital”.
Fray Antonio Alcalde “es de las cartas que tiene la iglesia católica para presumir sin retórica, son logros reales y expresan lo que es un espíritu de servicio y humildad que aplicaba en su vida la obra de Kempis, La imitación de Cristo”.
La historiadora Lilia Oliver Sánchez da el contexto: “El papel que desempeñó el fraile dominico con dificultad puede ser entendido de una manera objetiva si no lo ubicamos como parte de ese grupo de prelados españoles que simpatizaban abiertamente con las ideas políticas, sociales, religiosas y económicas del siglo de las luces […] el rechazo a la filosofía escolástica, la creación de colegios y seminarios dotados de nuevos programas de estudio, el desarrollo de una filosofía política caritativa aplicada a los asuntos terrenales” (El Hospital Real de San Miguel de Belén, 1581-1802, editorial UdeG)
El Hospital Civil sigue siendo una construcción de gran calado para nuestra época. Sorprende que no se haya llevado a los altares a este ilustre católico, pero Doñán subraya: “hay santos que no requieren ser canonizados; como dice el Evangelio, por sus frutos los conocereis, y los frutos están allí”.
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