sábado, 12 de abril de 2014

La triste historia del puñado de ancianos contra el progreso



Los moradores de Temaca están dolidos porque piensan que el gobernador Aristóteles Sandoval prefirió sacrificarlos a favor de los grandes intereses de un megaproyecto.

Agustín del Castillo / Temacapulín, Cañadas de Obregón. MILENIO JALISCO

En su enfrentamiento de nueve años contra un puñado de ancianos que han defendido, en las condiciones más hostiles, la permanencia del centenario poblado de Temacapulín, el sector oficial del agua parece que esta vez asestó un golpe de nocaut, al dictaminar hace dos días, como si fuera palabra divina, que la presa El Zapotillo se construirá —“para seguridad de los habitantes”— a 105 metros de altura, lo que significa que aún contra la voluntad de los rebeldes, la ley humana reubicará su comunidad y la ley física les inundará este recinto rodeado de imponentes acantilados, de por sí hijos de la paciencia milenaria del agua.

En está versión de la historia, es el adiós a los famosos balnearios de aguas termales y al emblemático Cristo de las Peñas, rinconcitos alteños que sólo sobrevivirán en el inquieto poema del padre Plascencia.

La rudeza de la acción, legitimada en la víspera por un sorpresivo comunicado del gobierno de Jalisco, se advirtió en los rostros cansados y agrios de decenas de moradores que la tarde de ayer, mientras el sol languidecía entre la cantera que será ruinas, se dieron cita en la plaza, a esperar inútilmente a que el gobernador Aristóteles Sandoval —quien alguna vez les prometió, vía Twitter, que Temaca sobreviviría—, abriera un espacio en su apretada agenda, tomara un raudo helicóptero y se presentara por unos minutos, con su traje Hugo Boss, su voz pausada y su peinado engominado, para darles la ansiada explicación, esa verdad que nunca se regatea a los condenados.

En realidad, sabían que no acudiría. Una breve y áspera entrevista entre el mandatario y el vocero de los quejosos, el padre Gabriel Espinoza, por teléfono celular, poco después de las diez de la mañana, frente a la residencia oficial en Guadalajara —esa Casa Jalisco que en días de campaña el candidato prometió que tampoco iba a serlo—, selló el destino. Sandoval les mandó una camioneta e invitó a cuatro de ellos a palacio de gobierno, para platicar, tomarse alguna foto y si los convencía, llevarlos a la rueda de prensa en que explicaría la decisión de la Comisión Nacional del Agua (Conagua), que debía acatar. El cura se negó porque sus representados, indignados, no quisieron prestarse a una especie de “legitimación” de un diálogo que nunca les pareció más inútil.

En esos hechos matutinos, los manifestantes, acompañados de sus fieles aliados de las organizaciones civiles que los respaldan e inyectan juventud a su lucha desigual, hicieron una especie de clausura de la finca de la colonia Providencia, leyeron un comunicado como agraviados por los votos violentados, y emprendieron el regreso a la tierra donde han nacido hace 50, 60, 80 años; ese pueblo empedrado donde la basílica y las arcadas son de cantera rosada, las calles lucen desiertas, las bardas portan recordatorios para la profanación desarrollista, y los muertos duermen en un cementerio enjuto y parduzco elevado en el horizonte, por encima de las vegas de su río Verde, un río que alguna vez albergó historias felices.

Allí en la plaza, la colección de promesas y de fastidios de nueve años: un ex gobernador Ramírez Acuña que pide la presa para León donde no se perturben poblaciones; un Antonio Iglesias (ex Conagua) que ofrece lanchas para que no se ahoguen o se admira de la vieja iglesia y dice como tapatío que qué esperanzas de que la derriben, o por el contrario, que espera que lo hagan —la frase es, a fuerza de revisarla, oscura—; y estelar, la famosa promesa de Aristóteles, no el de Estagira, sino el de la colonia Independencia: “no vamos a inundar Temacapulín”.

Aunque hay dolor, se echan porras: “Temaca vive, la lucha sigue”; “ríos para la vida, no para la muerte”, canta en primera estrofa doña Abigail Agredano, la presidente del Comité Salvemos Temacapulín, Acasico y Palmarejo —los otros dos poblados que acompañan la tragedia—; el coro termina como en la letanía del rosario, apelan al Señor de las Peñas y a la virgen de los Remedios, como si sólo una taumaturgia fuera remedio y coto eficaz para el negocio del agua que se gesta en estas barrancas, y cuyos alcances rebasan ampliamente este paraje olvidado de Cañadas de Obregón, para atentar contra la salud de toda una región productiva: la meseta semidesértica conocida como Los Altos de Jalisco, que encabeza la producción de proteína animal en todo el país, que es pionera en migración a Estados Unidos y que algunas veces ha encendido rebeliones contra sus opresores.

Los postrados se engallan: lamentan la decisión “unilateral” del gobierno de Jalisco y anuncian acciones enérgicas en el ámbito legal y político a nivel nacional e internacional para reclamar los derechos que les niegan. Dos de los extrañamientos principales: ¿por qué Sandoval Díaz fungió como vocero de la Conagua? ¿Por qué arriesga un desacato ante una sentencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación?

Hay otra versión posible de la historia, en que su aferramiento a la tierra se impone, las jaculatorias del viernes de Dolores siguen a los peregrinos del Cristo aparecido en las rocas, las aguas telúricas brotan en los sitios de recreo, y el río fluye silencioso debajo del camposanto a donde muchos acudirán para el sueño eterno.

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